—Juana. ¡Consultorio 4! ¿Juana, está?
Juana se pone de pie. Avanza. El pasillo del centro de imágenes es largo y angosto. Un túnel luminoso que termina en un paño fijo de vidrio por donde se asoman los árboles que crecen en esa zona interna de los edificios que llaman pulmón de manzana. Un fondo vivo de hojas nuevas que distrae y ahuyenta los malos presagios. Los asientos rígidos, hechos para esperas cortas, se agrupan de cinco en cinco. Entre cada uno hay una mesa del tamaño de una baldosa y una pantalla de televisión, por ahora, apagada. Todo es blanco. Las paredes, el cielorraso, el piso con el brillo y la pulcritud de algo recién almidonado. Blanco y quieto y silencioso como un paisaje de nieve. O de nubes. No hay más que un puñado de mujeres sentadas a lo largo del pasillo que se extiende lo suficiente para albergar a seis grupos de cinco asientos. Es lo único que hay para contar. Y las cinco puertas con sus carteles: mamografía 1, mamografía 2, ecografía 1, ecografía 2, densiometría. La abulia de la espera sólo es interrumpida por las voces de las médicas cuando se asoman y llaman a las pacientes por su nombre de pila.
—Matilde. ¡Consultorio 3!
Imagen de hospital.
—Rosa. ¡Consultorio 1! ¿Rosa, está?
En medio de la espera, la pantalla frente a mí se enciende. Y como si fuera un depósito de imágenes escondidas, un paisaje de selva se proyecta en la pared. Con sus árboles y el vuelo de un pájaro en un cielo limpio. No hay sonido, sólo se ve la película, la cámara persiguiendo el vértigo de ese recorrido serpenteante que ejecuta el ave trazando formas geométricas en el aire; hasta que se posa en una gran rama, la más alta. El pájaro queda quieto, las alas desplegadas, el cuerpo distinguido, alerta como un heraldo.
—Rosa. ¡Consultorio 1! ¿Rosa, llegó?
La cámara enfoca a cuatro personas que conversan mientras observan la copa de los árboles y, después, la pantalla de la computadora que uno de ellos sostiene. De pronto, la cámara cambia de posición y enfoca el rostro del hombre. ¡No puede ser! Ese primer plano muestra un imposible. ¿Qué hace él, ahí, en medio de la selva? Estallo en una carcajada incapaz de contenerme, me aproximo a la televisión sin creer lo que veo, confirmo y vuelvo a reírme, hasta que siento las miradas censoras de las otras mujeres.
—Clara. ¡Consultorio 1!
Un baile de bachata, como cada martes.
Ese hombre de pantalón y remera camuflados color verde militar, con ese corte de cabello tupido en la frente y rapado en la nuca, ojos insondables, una media sonrisa inexacta y ese cuerpo hecho de músculos bien ubicados, ese hombre que está en medio de la selva, en medio del film que se proyecta en el pasillo de la sala de espera del centro de diagnóstico por imágenes, es el que llega cada martes al salón de un barrio céntrico de Buenos Aires para tomar clases de bachata romántica. La cámara lo enfoca en otro primer plano y en su rostro leo un mensaje que es sólo para mí: mujer prejuiciosa, no soy nada de lo que creías que era.
¿Qué hace él, ahí, en medio de la selva? Estallo en una carcajada incapaz de contenerme, me aproximo a la televisión sin creer lo que veo, confirmo y vuelvo a reírme, hasta que siento las miradas censoras de las otras mujeres.
—¿Clara, llegó? ¡Consultorio 1, por favor!
¡Con ese hombre bailo bachata todos los martes! Trato de identificar quién de los cuatro mencionados en un pie de imagen puede ser. Hay dos nombres de mujeres que descarto: sólo puede ser el geógrafo o el zoólogo del equipo que sigue conversando al amparo de la sombra. Desde hace meses bailamos todas las semanas sin saber nada el uno del otro. Yo, suponiendo las peores cosas de él. Que es un militar hosco que nunca se cambia su uniforme camuflado, que en el bolso que siempre lleva consigo guarda un arma, que su forma suave de conducir al bailar es su modo de disimular un carácter autoritario, que la precisión de las marcas -en la cintura, en las crestas ilíacas, en las escápulas, en las yemas de los dedos- es el resultado del entrenamiento militar. Pero ahí está mi compañero de baile contradiciendo mis prejuicios. Me guardo su imagen y los recuerdos buenos que me trae mientras espero mi turno para que me estrujen las tetas y consigan otras imágenes que dirán qué hay o dejó de haber allí dentro. Escucho mi nombre, avanzo por el pasillo, entro al consultorio, me quito la ropa de la cintura hacia arriba y mientras la prensa de metal me hiela la piel llevo mi mente a la selva. Me pregunto si es posible que a partir de ahora el geógrafo o zoólogo me empiece a gustar un poco. Me pregunto si tendría que decirle que lo vi en ese documental, si empezar con él una conversación. O si mejor es dejar las cosas así, sin hablar de casualidades, mamografías, pájaros, selvas tropicales ni de nada. Si romper el silencio no sería también romper el hechizo de ese encuentro corporal que se enciende y dura sólo una hora cuando comienza la clase de bachata romántica; una hora en la que nadie sabe nada del otro, un grupo compacto de desconocidos que en ese tiempo breve se deja llevar.