Frente al sacerdote hay una fila compuesta por dieciocho mujeres trans, llevan puestos coloridos vestidos de quinceañeras, su edad oscila entre los 55 y los 72 años. Están a punto de comulgar en la Parroquia de las Llagas de Nuestro Señor Jesucristo, una iglesia ubicada en la alcaldía Iztacalco, Ciudad de México. Antes de recibir en la boca la hostia que acercan los dedos del clérigo, las mujeres hacen solemnes una reverencia. En el aire suenan las notas agudas de un sintetizador y se confunden con la voz de una mujer que canta alabanzas a Dios. Una persona que graba el acontecimiento con su teléfono dice con seriedad: “Es un momento histórico lo que estamos viviendo en esta misa de las quinceañeras de oro”.
La voz es de Jesús Rodríguez, “el maestro Chavira”, quien se encargó de poner la coreografía para estas mujeres trans que, en la noche del sábado 3 de junio de 2023, bailarán en el Salón de los Espejos, en Coyuya, una colonia popular en el centro oriente de la ciudad, para celebrar su fiesta de quince años. Este acto será notable no sólo por el hecho de desafiar las convenciones de una sociedad que, en muchas ocasiones, las rechaza y estigmatiza con sus discursos de odio, sino también, porque le dará visibilidad y un valioso empoderamiento a este colectivo. Y es que, de acuerdo con un informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en la Ciudad de México, seis de cada diez personas de la comunidad LGBT+ ha sufrido algún tipo de discriminación, y más de la mitad reporta haber sufrido expresiones de odio, agresiones físicas y acoso.
Quinceabuelas en la Parroquia de las Llagas de Nuestro Señor Jesucristo. A la izquierda y de vestido azul marino, Sara Lugo, al centro, Denise Valverde. Foto/David Dávila.
“Este es un sueño que nosotras siempre hemos tenido; veíamos estas fiestas con emoción, queríamos ponernos un vestido de quince y nunca se pudo”, dice la activista, defensora de los derechos trans y organizadora del evento, Denisse Valverde, que el día de la fiesta lleva puesto un vestido de color azul y rosa. Un áureo colguije de fantasía, a tono con su cabello teñido de rubio, termina por completar su arreglo.
Antes de que el párroco aceptara ofrecerles la misa a las mujeres trans, Denisse fue rechazada hasta en seis ocasiones en otras iglesias. La razón que le daban era que no podían entrar vestidos de mujer. La activista pensaba que estaban en un error, pues si hasta la neurobiología acepta que el cerebro no tiene género, entonces por qué eran juzgadas. Frente a esta respuesta, Denisse les espetaba que: “Había que leer más, comportarse como seres pensantes”.
Una de las razones por las que estas mujeres trans eligieron celebrar una fiesta de quince años fue porque han llevado una vida de discriminación, una en la que “se les arrebató todo, hasta el derecho a estudiar y a un trabajo digno; si no teníamos derecho a esto mucho menos a unos quince años”, afirma Denisse.
Aunque la activista no cree en un libro como la Biblia, en el que “habla una serpiente”, sí cree, como sus compañeras, en los rituales. De ahí que se animó a buscar a un sacerdote que aceptó realizar la misa porque oficia “en una iglesia incluyente”, además, continúa, “era muy emotivo ver a las compañeras emocionadas planeando la fiesta, eligiendo sus vestidos, ensayando el vals”.
Por ello es por lo que a Denisse no le parece un asunto de incongruencia que las mujeres trans vayan a una institución que las ha discriminado a través del tiempo, sino, más bien, lo ve como una victoria histórica.
Si los sacerdotes fueran más listos, menciona, “aceptarían a las compañeras como son; deberían de darnos amor en lugar de rechazo”. Y es que, a pesar de todo, “las compañeras siguen siendo católicas”.
Hace siete años, en 2016, Denisse y sus compañeras trans hicieron una manifestación afuera de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México en contra del entonces arzobispo Norberto Rivera Carrera, en repudio del discurso de odio que generaba con sus declaraciones. “El arzobispo atribuyó a los homosexuales todo tipo de calamidades; aumento de enfermedades de transmisión sexual, desestabilización emocional de los menores, peor rendimiento escolar y hasta un mayor riesgo de agresión sexual: ´Un niño tiene más posibilidades de sufrir abusos sexuales de un padre homosexual´ ”, publicó La Silla Rota el 31 de octubre de ese año.
Partida de pastel. Foto/Dulce Escoto.
En diversas manifestaciones las activistas han denunciado el asesinato de mujeres transgénero por la difusión de discursos de odio de la Iglesia Católica y del Frente Nacional por la Familia, quienes, en sus redes sociales, publican expresiones de rechazo y estigmatización que promueven la intolerancia hacia las mujeres trans, buscando a través de la desinformación y la homofobia, generar temor y animadversión en contra la población LGBTTTIQ+, impidiendo así el reconocimiento de sus derechos humanos.
En el año de 2016, cuando se presentó junto a otras compañeras trans a la Secretaría de Gobernación para entregar un documento en el que acusaban los dichos de Norberto Rivera, obtuvo como respuesta el envío de granaderos que les impidieron el paso. “El gobierno es misógino y transfóbico. No le interesamos, nada más termina el Mes del Orgullo y se olvidan de nosotros, no pasa nada.”
Es por estas situaciones que el tener una misa de quince años le representa a la población trans un momento histórico, les da visibilidad y se conocen sus historias: “Por eso me parece una gran victoria; puede que para algunas personas le celebración sea ridícula, superflua, pero para nosotros es muy importante”.
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Los XV años es un festejo tradicional en México y en Latinoamérica muy esperado por las niñas y adolescentes. Dicha celebración parece tener sus raíces en las fiestas celebradas por aztecas y mayas, que realizaban ritos para indicar la entrada a la vida adulta. De acuerdo con Nora Ricalde, maestra en Humanidades de la Universidad Anáhuac, desde los 12 años, las niñas salían de casa e iban al Ichpochalli o casa de mujeres, donde prestaban castidad al servicio de Dios; o al Cuicacalli en el que se les educaba en danza y canto. Ahí aprendían la historia y tradiciones de su cultura y se preparaban para el matrimonio. Al parecer, después de su instrucción, regresaban a casa y realizaban una celebración. El ritual representaba la transformación de niñas a mujeres.
Para el periodista de National Geographic, David Beard, el ritual era una oportunidad para que la “nueva mujer” se presentara ante la sociedad para convertirse en esposa de alguien del pueblo. Así se aseguraba el futuro de las hijas.
Con la llegada de los españoles se perdieron las tradiciones, rituales y costumbres que daban sentido a la cotidianidad de las culturas originarias, sin embargo, estos introdujeron la misa católica en las tradiciones indígenas. Ese fue el caso de la celebración del paso de adolescente a mujer. El ritual se llenó de elementos extranjeros como amplios vestidos coloridos y adornos llamativos.
Existe incluso un mito popular en el que se cree que los vestidos y el vals fueron introducidos por la emperatriz Carlota de Habsburgo, ya que sus fiestas se caracterizaban por la presencia de estos elementos. Pese a que está comprobado el uso de la fastuosa indumentaria por parte de la aristocracia, no hay datos oficiales que confirmen esta información.
De cualquier modo, la influencia de las festividades mencionadas cobró tal importancia que las celebraciones se replicaron por todo el país. En la actualidad las fiestas de quince años se celebran en varios países de Latinoamérica, adaptándose a características particulares e imprimiéndoles su toque cultural.
Uno de estos ejemplos se observa en México, pues las celebraciones han arraigado en los sectores populares, de ahí que, a pesar de no tener los suficientes recursos, las familias buscan quien apadrine a la quinceañera: hay padrinos de vestido, de corona, de juguete, de misa, de salón, de baile, de recuerdos, de pastel y de todo lo que se tenga que pagar. Resueltos los aportes, la fiesta puede llevarse a cabo en salones de eventos o, si no se cuenta con esa posibilidad, se hace en plena calle, a veces sin pavimentar, que suele ser el escenario del baile y el espacio donde se colocan sillas y mesas para los invitados, además de un sitio especial para el grupo musical y el sonido que amenizará la fiesta, y concluirá en altas horas de la madrugada con el apoyo de una cooperación por parte de los invitados y el padrino de sonido que paga “una hora extra” de música.
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“Cuando yo tenía seis años, mi tía, la menor de las hermanas de mi mamá, cumplió quince años y bailó con un vestido amarillo corto precioso que me gustaba. Después de la fiesta dejó el vestido. Pasó el tiempo y yo me lo ponía y me sentía una quinceañera, incluso mis primos me subían a una carretilla, me sentaban en un banquito y me llevaban por toda la casa. En ese momento mi familia no decía nada de que yo me pusiera el vestido”, menciona Sara Lugo, una de las llamadas quinceabuelas, enfundada bajo una crinolina de tul y un amplio vestido azul marino de tela de organza.
Sara Lugo escoltada por Tasha Flower y Drag Gordis. Foto/ David Dávila.
Sara es activista por los derechos de la población trans. También es una drag queen imitadora de Divine, el actor y cantante de High Energy de los años ochenta; sin embargo, esta noche es una más de las chicas que celebran sus quince años de oro.
Cuando cumplió quince años tuvo una discreta fiesta a la que asistieron sus compañeros de la secundaria y en la que comieron pozole. No hubo para más. En aquella época, hace cuarenta y un años, ella todavía no era una chica trans, era un muchacho gay que se empezaba a dejar crecer el pelo y a rizarse las pestañas. El gusto por bailar le vino de sus tíos, que ponían la coreografía para quince años. Sara se iba a los ensayos con ellos y observaba curiosa los pasos, los giros, las alzadas, las caravanas. Quería danzar, pero no la dejaban. Recuerda que cuando salió de la primaria nadie quería bailar con ella por tener sobrepeso. “Como me rechazaban yo les ponía apodos: a una güera alta de dientes grandes le puse Mr. Ed, como el caballo protagonista de la serie”, dice mientras ríe.
Sara está al tanto de los rechazos de los sacerdotes antes de aceptar realizar la misa de las quinceabuelas. Ante esta situación, dice, “si les ofrecen por adelantado mil pesos para otra clase de misa, los hubieran aceptado, aunque fueran de las manos de unas chicas trans vestidas con ropa de mujer.”
Le pregunto a Sara por qué cree que el sacerdote aceptó dar misa, ella responde que “El padre se portó bien, es que hay muchos padres chidos”.
Entonces me cuenta que ella y algunas chicas más fueron invitadas a dar un show hace seis años en la Iglesia de la Santa Cruz, en Azcapotzalco. Ese día se celebraba el día de la Santa Cruz. El sacerdote de la iglesia puso un templete afuera de la iglesia donde colocó el equipo de sonido. Atrás de unas bocinas altas puso unas cortinas que servían de vestidor. Cuando salió la chica que imitaba a la cantante Alejandra Guzmán, vestida con escasa ropa y realizando movimientos sensuales “el padre no dejaba de verle el culo”, dice Sara divertida. El show que realizaron no lo cobraron, pues les gusta estar frente al público y que les aplaudan, además, cuenta, “estaban haciendo comunidad”. Para Sara la iglesia debe ser más abierta, pues personas como ella van a misa, aunque luego se siente en la última fila para que no la vea el padre cuando cabecea.
“Somos católicas, nos gusta ir a misa, aunque a mí no me gusta contar lo que hago en el confesionario. Todas las quinceabuelas queríamos que la misa fuera en la iglesia; porque alguien propuso que el padre oficiara en el salón de fiestas y no debe ser así, por qué tenemos que ocultarnos, queremos entrar como personas normales, ya basta de que la gente se burle o se espante, que nos siga viendo como cosas raras”.
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Son las seis de la tarde y en el salón dos de “Los espejos” dieciocho mujeres trans, vestidas de quinceañeras, bailan sobre la pista. Lo hacen solas, sin chambelanes de por medio. Comienzan con el vals de las mariposas, una especie de metáfora de la transformación pues, según Chavira, el maestro de baile, “estas mujeres salen de sus capullos para emprender el vuelo”.
Tan sólo un mes atrás, ensayaban por las tardes en la Escuela de Baile Nuevo México, en la colonia Agrícola Oriental. El maestro Chavira, enfundado en un overol de mezclilla que lo asemejaba al cantante Chico-Che, las alentaba, pero también marcaba sus errores: “Así, vean cómo baila esta señorona: baila bien perra”, “Vamos, tú puedes bailar, ayúdate con tu bastón”, “Chicas, no puede ser. No acostumbro a hacer más que una repetición… ¡Y ya llevamos cuarenta!”
Celebrando en el Salón de los Espejos. Foto/Marco Rosales.
Ahora, aun con las lecciones aprendidas, las quinceañeras se mueven nerviosas, sus pomposos vestidos chocan entre sí hasta que los torpes movimientos que las asaltan van desapareciendo en cada vuelta que dan; sus rostros cuidadosamente maquillados se relajan en cada caravana que hacen y surgen los vivas, los aplausos y los flashes que parpadean. Vista desde arriba, la pista es un mar colorido que se mece a ritmo de vals; desde abajo, la voz de Chavira se desliza en el aire para pedir “Que se oiga el aplauso fuerte para estas damas”. El público observa, enternecido y jubiloso, cómo las madrinas coronan a estas mujeres, luego reciben el llamado “último juguete”: un oso de peluche al que abrazan emocionadas. Hay una pausa y luego un micrófono que pasa de mano en mano y deja escapar palabras que, entrecortadas, agradecen. Un ambiente lacrimógeno se extiende, entonces el vals imperial reanuda el movimiento: los brazos levantados hacen círculos, danzan de un lado a otro, con los dedos extendidos trazan el aire. Una mujer de un vistoso vestido rojiblanco, conocida como la chica maravilla, roza con su cintura el cuerpo espigado de una animada Manuela Reyes, la Gardenia de Oro, que juega en el equipo de fútbol Gardenias de Tepito y que ahora danza enérgica, como si estuviera pegándole a un balón; “bailan bien perras, bailan bien perras”, es el grito de guerra que alguien deja escapar mientras el público aúlla. Las palmas chocan estridentes; algunos de los asistentes están abrazados, como si estuvieran viendo un melodrama o una película romántica, otros se esfuerzan por tomar fotografías entre el amontonamiento que hay en el borde de la pista y que ha hecho que una parte de los invitados se suba a los asientos: todos quieren ser testigos de ese conocido pero singular baile.
Cuando llegue el turno del vals familiar, Sara, la Mexican Divine, danzará con su padre que sollozará por la emoción. Atrás ha quedado el temor que Sara tenía de que su padre, un hombre violento y machista, se enterara de que le gustaba vestirse de mujer. Lejos también están los tiempos en que la policía la perseguía por estar maquillada y traer puestos vestidos y tacones, por lo que, para evitar pisar los separos, tenía que correr, ser extorsionada o de plano enfrentarse a golpes con la policía después de responder a los insultos con un “más cara de puta tienes tú”.
En este momento, por el contrario, todo es júbilo, como el día en que organizó la marcha gay dentro del Penal de Santa Marta y los reos le chiflaban porque, transformada en Margarita, la diosa de la cumbia, bailó con el director del penal.
Ahora, mecidos por un ritmo suave, Sara y su padre bailan entre aplausos.
Después vendrán las imitaciones de Juan Gabriel, de Bellakath y Gloria Trevi, la cena de pasta y lomo de cerdo enchilado, los brindis, los bailes cachondos de algunas de las quinceabuelas, el jolgorio, el alcohol que corre. Luego surgirán los malentendidos, los conatos de bronca. Pero eso será secundario porque, al menos por ahora, lejos están las burlas, los rechazos, los abusos; porque ahora, lo verdaderamente importante, es que dieciocho abuelas trans han celebrado, por primera vez, sus quince años.