Relatto | El cuento de la realidad
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Enclaustrado en la tristeza, el Atlas se acostumbró a que la mala suerte arreciara contra sus sueños. Este equipo, encallado en Guadalajara, al oeste de México, se fue haciendo a la idea de que nunca sería campeón.

Su único título había sido en 1951. 35 años atrás, en 1916, unos jóvenes acomodados regresaron de estudiar en Inglaterra y contagiados por la febril pasión por el futbol, fundaron al equipo rojinegro. Más adelante se diría que irle al Atlas con esos colores embargaba el corazón, porque ser de este equipo significa mucho más que creer en un campeonato en la vitrina.

Entrada la década de los 50, el Atlas, que ya tenía roces con las Chivas, el otro equipo de la región, y que lo zarandeaba con palizas en el juego y en el arrastre popular, sentía la necesidad de un campeonato. Aquella tarde de abril de 1951 se percibía en el ambiente un aura de buena suerte. El Atlas inició la temporada con un empate en Puebla, con gol del costarricense Edwin Cubero, y nadie apostaba a que esa campeonato de Primera División lo culminaría precisamente con otro gol de Cubero.

Este equipo, encallado en Guadalajara, al oeste de México, se fue haciendo a la idea de que nunca sería campeón.

Felipe Zetter era mexicano y capitán del Atlas, un equipo de las familias acomodadas que por su refinado gusto tuvo peyorativos apodos. El primero fue el de “Las Margaritas”, porque el estadio donde se jugaba tenía una parte pedregosa donde normalmente estaban los aficionados del vulgo, de las Chivas todos ellos, y otra donde florecían margaritas en las que se aposentaban los del Atlas. También se le apodó “La Academia”, por aquello de que enseñaban a jugar futbol como en Europa. Sin embargo, no tenía títulos en las vitrinas. Aunque esa tarde, algo cambiaría.

Felipe Zetter se limpió el rostro con el dorso de la mano, la vista estaba algo nublada por el sudor y los vapores que desprendía el césped a esa hora del día. De pronto escuchó un silbatazo. El árbitro detuvo las acciones en seco y marcó un penal a favor de Atlas.

“No era penal, el árbitro le señaló una mano al Raffles Orozco totalmente falsa”, diría años después el portero de las Chivas, Jaime Tubo Gómez.

El único título del Atlas había sido en 1951.

Era la última jornada del campeonato. El Atlas precisaba ganar, mientras no lejos de ahí el equipo León se jugaba la suerte de ser campeón ante el Veracruz. Un error de Antonio Carbajal, mítico portero que con los años jugaría cinco copas del Mundo, le dejó el camino libre.

Zetter no usaba gafete de capitán, en esos tiempos no se estilaba, y le ardían los ojos por el sudor y la luz cetrina que le entraba por las pupilas como rayos enviados del Olimpo. ¡Un Penal! ¡Un penal! Por amor de dios, el Atlas no estaba acostumbrado a esos banquetes de ver el triunfo tan cercano.

De pronto oyó el murmullo en las tribunas, los reclamos de justicia, porque desde diferentes perspectivas parecía que el Raffles Orozco no cometió la mano. La música del mariachi se fue silenciando en el Parque Oro de Guadalajara. Zetter se quedó en el centro del campo mientras, como hormiguero, los jugadores se concentraban en el área. Edwin Cubero pidió el balón, lo puso en el manchón de cal, tomó aire bien profundo y metió un disparo casi con la punta del pie, durísimo, al rincón. Gol para el campeonato. Al poco rato llegó la noticia, un error del arquero Carbajal mató las esperanzas al León. El Atlas, oficialmente, era campeón.

¡Un Penal! ¡Un penal! Por amor de dios, el Atlas no estaba acostumbrado a esos banquetes de ver el triunfo tan cercano.

La maldición de irle al Atlas

En las tribunas del viejo estadio Parque Oro, el director general del equipo, en su disfraz de aficionado, siente que flota, algo no está bien. No entiende si aquello que ve es real. Por fin su Atlas es campeón. Se llama Antonio Águila y lo que no sabe es que le está dando un ataque al corazón. “En realidad fueron dos, no fulminantes por fortuna, pero en aquellos años nadie sabía qué sucedía. De pronto mi padre se sentó agarrándose el pecho. Así con esos dolores llegó al hospital. Son las sensaciones que refracta el Atlas”, cuenta su hijo, del mismo nombre.

Los jugadores de las Chivas, que no soportaban que en el Atlas la hiel se convirtiera en miel, y mentaron la madre a quien se pusiera enfrente. Jaime “Tubo” Gómez, portero de las Chivas y uno de los representantes más enconados de esa rivalidad, les tiró una maldición: “Mientras yo viva, no volverán a ser campeones, ¡rateros!”. Después de ese suceso, se encargó, siempre que se le presentaba la posibilidad, de avivar el rescoldo de la hoguera. Como en un partido ante el Atlas en el que se puso a leer una historieta, recargado en uno de los postes de su arco, porque no le llegaba ni un tiro. Era su forma de mofarse de un equipo que se fue haciendo pequeño.

Los jugadores de las Chivas, que no soportaban que en el Atlas la hiel se convirtiera en miel, y mentaron la madre a quien se pusiera enfrente.

A los atlistas no les importó. Creyeron que Gómez era un viejo supersticioso, un loco que hablaba con la bilis. El Tubo Gómez murió en 2008 y el Atlas seguía viendo pasar de largo los años sin salir campeón. Aquel 1951 la gente se desbordó en el estadio y saltó a la cancha para abrazar a los atlistas, pero otros, muchos también, para linchar al árbitro Salcedo. Aquello fue un pandemónium. Las tropas federales tuvieron que sacar al silbante por una puerta trasera. Este hombre aceptaría muchos años después que aquello fue un error, no premeditado, sino del subconsciente, lo rebasó la presión, le ganó la ansiedad y marcó algo de lo que no estaba seguro. Para 1952 ya no arbitró más y se retiró de las canchas de fútbol. 

Jaime “Tubo” Gómez, portero de las Chivas, murió en 2008. / Agencia Reforma.

Sin embargo, en el año 2021, la polémica de un arbitraje tendencioso a favor del Atlas estaría otra vez en boga.

El hermano de Felipe Zetter, Salvador, era muy amigo del Raffles Orozco. En una comida, la semana siguiente al partido, Orozco le contó: “La verdad nos robaron ese partido. Salté con las manos juntas, pegadas a mi cuerpo, no tenía necesidad de tocar el balón, fue una decisión errónea del árbitro para que el Atlas saliera campeón”. Salvador Zetter, que tenía el corazón dividido entre la felicidad de su hermano y el dolor de su amigo, le respondió: “A veces son unas por otras, el Atlas siempre ha sido un equipo golpeado por la estadística, ya le tocaba”. Pero Orozco como el Tubo Gómez traía el coraje bien enterrado. Las Chivas se desquitarían a la buena, ganando hasta cinco campeonatos seguidos, adquiriendo el mote de “Campeonísimo” y arrastrando con ello una multitud de aficionados que se fueron haciendo imbatibles. El Atlas, que pensó que ese título sería para siempre, se perdió en el tiempo.

Este hombre aceptaría muchos años después que aquello fue un error, no premeditado, sino del subconsciente, lo rebasó la presión, le ganó la ansiedad y marcó algo de lo que no estaba seguro.

Un depósito de fierros

 La atmósfera tiene algo de futbolera. En el frontispicio reza un letrero de color amarillo pintado con firmeza: “Deposito de fierro Parque Oro”. Este sitio que fuera el estadio donde se coronó el Atlas por vez primera, ha sido relegado al olvido, pero se resiste con el cuchillo entre los dientes. Desde hace 35 años lo atiende Fernando Casillas: "Mis tíos compraron el terreno a la familia Martínez Sandoval a finales de los años 60 y se convirtió en un depósito de fierros". Aunque no se trata, como podría pensarse, de un lugar para desechar objetos oxidados e inservibles, sino de una zona comercial a gran escala de venta de hierro, fierros y tubulares para construcción. "Además de que tenemos báscula para camiones y traileres, aguanta hasta 75 toneladas", dice divertido Casillas que está acostumbrado a lidiar con la historia del Atlas.

El fútbol tiene sus anomalías. Cuando los rojinegros salieron campeones, muchos de sus directivos creyeron que estaban en plusvalía y, jactanciosos, aunque ya no ganaban tanto, gozaban de la fama del campeonato. Por esa razón, uno de ellos, Alberto Alvo, pugnó por abandonar el viejo Parque Oro e iniciar los trabajos de un monumental estadio en Guadalajara que se llamaría el Jalisco y estaría listo nueve años después del aquel primer título.

Depósito de fierro Parque Oro. Este es el sitio que fuera el estadio donde se coronó el Atlas por primera vez. / Carlos Barrón.

En aquella época, la colonia Oblatos partía en dos la vértebra de la ciudad, ayudada por un río, el San Juan de Dios. En ese barrio, donde se ubicaba el Parque Oro, vivían una mayoría de joyeros, muchos acaudalados y enfermos por el fútbol. De ahí que fundaron un equipo con el nombre del Oro y permitieron que las Chivas y el Atlas jugaran en su inmueble. Ahí se gestaron cruentas batallas entre los equipos tapatíos. Pero, de pronto, el estadio se quedó tieso, el río se secó y se convirtió, como casi todos los caudales que pasaban por las ciudades de México, en un tremedal de asfalto para los autos, y los joyeros se quedaron sólo con el recuerdo de los buenos tiempos.

"En realidad, el terreno del estadio se fraccionó. El depósito ocupa una mitad de lo que era la cancha. Si se miran las viejas fotografías, se nota una parte del Parque Oro que no tenía techo, esa precisamente es hoy en día la fachada de nuestro negocio y el interior de nuestras bodegas y talleres estaban donde acababa el pasto", relata Casillas.

El depósito ocupa una mitad de lo que era la cancha. / Carlos Barrón.

La otra parte, donde estaba la portería del penal que logró el costarricense Cubero, se convirtió en un conjunto de casas. Es decir, quizá alguien duerma cada noche en el sitio exacto donde entró la bola. Si Felipe Zetter se parara de nuevo en el lugar desde donde contempló el penal, se encontraría ante una pared que hoy conserva el escudo del viejo equipo Oro. "Lo conservamos por tradición, así como una placa que atestigua que aquí jugaba el Oro, del Atlas no hay nada. Hace poco tuvimos que tirar los baños que conservaban la loseta original por cuestiones de espacio, todo en el tiempo erosiona", dice Fernando Casillas que entrega calendarios y tarjetas de presentación con la imagen del viejo parque. 

Pero, de pronto, el estadio se quedó tieso, el río se secó y se convirtió, como casi todos los caudales que pasaban por las ciudades de México, en un tremedal de asfalto para los autos, y los joyeros se quedaron sólo con el recuerdo de los buenos tiempos.

En el caso de que Felipe Zetter viviera aún, miraría el depósito y no entendería nada. Fue el antepenúltimo soldado del Atlas campeón en morir. El que cerró la cortina fue José “Chivo” Mercado, a sus 88 años, en 2017. Zetter, como una broma macabra del destino, vivió sus últimos días con Alzheimer, un triste acontecimiento que implicó que el capitán no pudiera recordar la última gloria de sus equipo. Pasó ese último tiempo con una delgadez extrema y sentado en su jardín, colocando fichas de dominó sin sentido. No alcanzó a tener destellos de aquella tarde del penal de Cubero ni de sus compañeros, de Raúl Córdoba que estaba a su espaldas en la portería, de Juan Chapetes Gómez que lo acompañaba en la defensa junto a Luis Ornelas; no lograba reencontrar la cara de Guillermo del Valle corriendo en el medio campo con la compañía de Javier Novello y Guadalupe Velázquez; tampoco recordaba cómo saltaba por el balón en el ataque Juan José Novo, ni las grandes orejas del portentoso goleador Adalberto “Dumbo” López, que era socio en el área de José “Chivo” Mercado y Edwin Cubero, dirigidos todos por un argentino, Eduardo Valdatti.

En el caso de que Felipe Zetter viviera aún, miraría el depósito y no entendería nada. Fue el antepenúltimo soldado del Atlas campeón en morir.

El hermano de Felipe Zetter, Salvador rememora: "Fuímos 10 hermanos en la familia, Felipe siempre fue el más atlético. Llegó a ganar 200 pesos al mes en el Atlas. Era bronco en la marcación, duro en la cancha, ese año de 1951 hizo una campaña extraordinaria. No se acordó de nada, lo bueno es que tampoco sufrió con lo que le pasaba al equipo cada torneo con derrotas y fracasos. Hasta antes de que perdiera la memoria iba a las comidas cada año como recuerdo y daba consejos a los jóvenes, fuera de la cancha era muy divertido".

En una de esas comidas, en 1954, fresco el título aún, el presidente municipal de Guadalajara, Jorge Matute Remus, obsequió a la directiva del Atlas una botella de whisky Ballantines con la idea de que se abriera en la victoria del siguiente campeonato. A nadie le pasó por la cabeza que ese licor se añejaría 67 años.

El lugar conserva por tradición una placa que atestigua que allí jugaba el Oro. / Carlos Barrón.

A lo Atlas

Uno no entiende porque ama las cosas que ama, diría Eduardo Sacheri en su cuento Motorola. Con el Atlas es así. Tú no escoges al Atlas, el Atlas te escoge, te acoge, te sobrecoge con su forma de vida y por qué no, la mayoría de las veces te coge.

¿Cómo diablos un equipo que no sale campeón en 70 años renueva afición? ¿Cómo se le dice a un niño que el Atlas es un buen equipo para irle cuando tiene toda la vida por delante? Porque estos colores, el rojo y negro tienen un simbolismo caustico: el rojo del corazón, con el negro del luto, es decir, se puede vivir muriendo.

El Atlas se acostumbró a hurgar en su herida cuando ya ni sangre había. Entonces recurrió a otros métodos para enamorar a su gente. Ir a un partido del Atlas era una oda al escepticismo, nunca se podía dar por sentado lo que ocurriría. A esos sábados de frenesí en el estadio Jalisco, con cerveza Corona en mano, se les denominó en la década de los 80: “A lo Atlas”, es decir, un carrusel, un sube y baja de emociones y una montaña rusa de desaforados pronósticos. Se convirtió en tradición religiosa un nocturno con el Atlas, que normalmente reservaba los minutos de compensación para validar el boleto. Podía ganar o perder pero jugando “A lo Atlas”, emocionando “A lo Atlas” y suspirando “A lo Atlas”.

Tú no escoges al Atlas, el Atlas te escoge, te acoge, te sobrecoge con su forma de vida y por qué no, la mayoría de las veces te coge.

Cuando su prestigio bajaba a cero, entonces se echaba mano del buen humor. “Con el Atlas aunque gane”, gritaban por los pasillos sus aficionados o, como en la cinta El peluquero romántico, del director Iván Ávila, cuando le preguntan al personaje principal, un peluquero melindroso, “¿por qué le vas al Atlas?”, al descubrir un diminuto banderín acoquinado detrás de los espejos, éste responde con vocecita aflautada: “Ya ve, defectos que uno tiene”.

Pero en 1999 los aficionados se frotaban los ojos. Sin dar crédito veían un equipo jovial e ilusionado, salido de su cantera, una de las más prolíficas cuando apenas eran unos novatos. Los apodaron los “niños héroes” y por eso, las alegrías que les daban en el fin del milenio, las celebraban en la glorieta de los Niños Héroes (glorieta en honor a los jóvenes cadetes mexicanos que murieron defendiendo a la patria en la Batalla de Chapultepec, en el siglo XIX), a unos dos kilómetros de la Plaza de la Minerva, sitio característico de los aficionados de las Chivas.

Aquel equipo, en su génesis establecido por el trabajo de Marcelo Bielsa, encontró en Ricardo La Volpe un escultor que dio forma, como si moldeara barro y arcilla, a jugadores en suma talentosos como Rafael Márquez, Daniel Osorono, Juan Pablo Rodríguez, Erubey Cabuto, Jerry Estrada, César Andrade y Miguel Zepeda que fueron bien acompasados por la experiencia de Hugo Castillo, Pablo Lavallen, Héctor López y Jorge Almirón. 

Rafael Márquez luciendo la camiseta del Atlas. / @TSA_oficial.

Estos chicos jugaban sin paracaídas, al borde del vértigo y la velocidad, con un descaro impresionante y un desparpajo que enamoró a miles de aficionados, no solo atlistas. Una frase icónica de José Sámano es la que dice que un equipo que se queda en la memoria es un verdadero campeón, lo otro es solo una copa en la vitrina. Poniendo el foco en la pelota, que es lo que verdaderamente importa, se convirtieron en una generación maravillosa en un contexto futbolístico revuelto, porque no había quien los frenara, salvo el Toluca. Lo peor que le pudo pasar al Atlas fue la presencia de los Diablos Rojos, otra institución hecha a pedazos de dioses como José Cardozo, Sinha, Carlos María Morales, Hernán Cristante, Flaco Macías, Antonio Taboada y Fabián Estay, que pusieron un freno al sueño rojinegro por un penal de diferencia. Fue la pólvora, junto al fuego…

Estos chicos jugaban sin paracaídas, al borde del vértigo y la velocidad, con un descaro impresionante y un desparpajo que enamoró a miles de aficionados, no solo atlistas.

El Mesías

En ese año 1999, tras la derrota de la épica final, el Atlas intentó reconstruir el camino, pero no le alcanzaría el deseo. Con la partida de Rafael Márquez al futbol francés con el Mónaco, un hueco se abría en la defensa central. Fue entonces cuando llegó un chico surgido de River Plate que buscaba establecerse, su nombre: Diego Cocca. La posterior historía contaría que se convirtió en un actor preponderante de la filosofía Atlista.

El achacoso Atlas mantenía su inercia perdedora. Aquella final de 1999 apenas le dio unas cuantas gotas de alegría. Después, una semifinal en 2004, con Sergio Bueno, y unos cuartos de final con José Guadalupe Cruz en 2017. De ahí en adelante nada relevante. Es decir, con el Atlas ni ganancia ni emoción. Mantenían la fiereza de ser un verdadero club de comunidad, sostenido con las cuotas de los socios y patrocinios, pero aquello se volvió inviable. La venta a Televisión Azteca fue determinante para empezar a cambiar la historia, esta vez en mala dirección. A los dueños del canal les daba lo mismo lo que sucediera con los rojinegros y así, con esa indiferencia, lo hicieron vagabundear entre el derrotismo y la pereza. Fue cuando apareció Grupo Orlegi, con Alejandro Irarragorri, dueño del equipo Santos Laguna, encabezando a un conjunto de empresarios para plantear un nuevo formato. Su autoridad se reflejó en la ayuda que dio al Atlas en el aspecto directivo, cuando aprovechó la pandemia de covid-19 para defender su derecho a no descender en el fútbol mexicano. El primer paso estaba dado, al menos el Atlas conservaría la categoría cinco años más.

A los dueños del canal les daba lo mismo lo que sucediera con los rojinegros y así, con esa indiferencia, lo hicieron vagabundear entre el derrotismo y la pereza.

De inmediato se auxiliaron con Diego Cocca, pero esta vez como director técnico (había sido jugador del Atlas hace 20 años), que tenía ojos para ver y prever. “No es casualidad que los mismos dueños que me dieron la oportunidad en Santos en 2011 me hablaran para el Atlas ahora. Aquel proyecto falló por falta de experiencia pero al Atlas llegué maduro y completo”, recuerda el argentino. Cuenta también que en 1999, siendo jugador de River Plate, no tenía ni idea del fútbol de México. “Ni siquiera sabía dónde estaba Guadalajara, mucho menos qué era el Atlas. Y cuando conocí al club me di cuenta que estaba enamorado. Es por eso que regresé con la idea de sentar nuevas bases, no es sólo un trabajo, sino que estoy atado emocionalmente y quería devolver algo de lo que me habían dado”.

Le bastaron dos años a Cocca para sentir un relámpago en el cuerpo. Jugó de 1999 a 2001, tiempo suficiente para tatuarse el escudo en la piel. Al regresar se encontró, sin embargo, con un serio problema. “No era el club que conocí cuando jugué. Ese equipo del año 99 tenía prestigio, hambre y buen futbol, éste tenía síntomas de derrotismo, de perder los partidos antes de jugarlos. El problema era mental y en eso se debía trabajar”, recuerda.

Diego Cocca vuelve al Atlas 20 años después, pero esta vez como director técnico / cortesía Atlas.

Le bastaron 55 partidos para infundir su filosofía y hacerla tangible en el equipo. En su primer torneo quedó eliminado en cuartos de final, pero en el segundo todo cambió de forma radical, aunque en concreto, nadie esperaba nada de su desempeño. En esa ocasión “Los Zorros”, como también se conoce a los del Atlas, obtuvieron el segundo lugar y avanzaron en liguilla al vencer a equipos de nómina onerosa como Rayados de Monterrey.

Le bastaron dos años a Cocca para sentir un relámpago en el cuerpo. Jugó de 1999 a 2001, tiempo suficiente para tatuarse el escudo en la piel.

Lo mejor de Cocca era su pragmatismo, lejos de las cábalas y las supersticiones. “Este equipo no está maldito, es lo primero que piensa un club cuando las cosas no salen por tantos años, sin embargo, el único método es el trabajo”.

Su palabra fue escuchada por pocos y casi ninguno de ellos le creyó. Hoy el Atlas coloreó su memoria en sepia y levantó un monumento en honor a Cocca y a los jugadores que le dieron un título que estaba más allá de sus sueños. La nueva era está por verse pero, al menos con Diego Cocca, los milagros son sencillos.



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