Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Casi siempre es el azar y no la convivencia lo que hace que dos vecinos se conozcan en Bogotá. Fuera del barrio en que se vive y el tráfico que lo atraviesa, cuesta reconocer un rostro al que suele verse tan solo en el ascensor o en la esquina, en el parque o en la portería. Quizá suceda en todas las grandes ciudades: la aglomeración es una forma del aislamiento. Por fortuna —aunque muchas veces no lo sea—, yo sí sé más o menos quién vive en frente de mí, y hace poco descubrí un maravilloso vínculo que nos une más que las paredes compartidas de nuestros apartamentos.


La voz de Fabio Arciniegas en plena acción.


Al igual que muchos, este año recibí la cuarentena como una beca de lectura otorgada por decreto presidencial. A la cuarta o quinta prórroga me lancé por fin a saldar mi deuda con el Quijote. Comencé riendo con los primeros capítulos y después de un tiempo, cuando Alonso Quijano renuncia a la fantasía, redacta su testamento y finalmente entrega su espíritu —«quiero decir que se murió», como explica el narrador—, me derrumbé sobre el libro de tapas blancas ya cerrado, llorando, sin saber que a unos metros de distancia, separados por un muro, mi vecino Fabio Arciniegas también había emprendido ese viaje sentimental, con la diferencia de que él no leía solo para sí mismo, sino para el mundo.


Y si se hila incluso más fino, ese tejido universal puede mostrar costuras más visibles. Por ejemplo, que Audiomol esté instalada en Barcelona, la única ciudad real que visitan el hidalgo y su escudero en la novela.


Cuarenta segundos tarda el viaje del séptimo al primer piso de mi edificio, una eternidad si se lleva una emergencia, pero demasiado poco para una conversación cuando hay lugar a ella. Una mañana de finales de julio me encontré con Fabio en el ascensor y le pregunté por su vida, como se puede preguntar a la gente de la que se tiene alguna noción y con la que se está encerrado en un espacio de un metro cuadrado. Y yo de él la tenía: conocía el colegio de sus hijos y el momento en que se graduaron, la profesión de su esposa y también la suya: locutor, desde hace muchos años, lo que recuerdo y compruebo cada vez que nuestras paredes compartidas vibran con su voz —«sofisticada, cálida, profunda y corporativa», según se afirma en una página en la que ofrece sus servicios— durante sus jornadas de trabajo.  

—Estoy leyendo el Quijote —dijo con un entusiasmo inusitado para el momento.

—Justo acabo de terminarlo, no puedo creerlo —yo ya estaba pensando en retener la puerta cuando terminara nuestro trayecto vertical, asaltarlo con mis opiniones y escuchar las suyas, abrir una ranura para darle más espacio a una conversación a la que le faltaría tiempo, pero entonces continuó:

—Es para un audiolibro; te imaginarás cómo me siento. Estoy fascinado, pero en la casa todos estamos corriendo para acabarlo —dijo antes de dar un apurado paso hacia el exterior. Supe entonces que tendría que aguardar, y así lo hice, hasta que su labor estuviera culminada.


16 de enero de 1605: se publica El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.


Fabio abandonó hace veinticinco años la ingeniería química para dedicarse por completo a la locución. Como es un fiel creyente de un tejido universal, una suerte de determinismo por el cual todo lo que ocurre está conectado y unificado hacia un destino previsto, encontró una señal muy diciente en que la empresa española que le encargó narrar el audiolibro del Quijote se llamara Audiomol, una palabra en la que ve conjugadas su vocación y su profesión: audio, como las técnicas para la grabación y reproducción del sonido; y mol, la unidad de medida con la que estudió y trabajó algunos años. Y si se hila incluso más fino, ese tejido universal puede mostrar costuras más visibles. Por ejemplo, que Audiomol esté instalada en Barcelona, la única ciudad real que visitan el hidalgo y su escudero en la novela; o que al salir a la aventura —Fabio y don Quijote, cada cual a la suya— ambos tuvieran cincuenta años; o que el encargo fuera su audiolibro número 23, el día de abril en que según la tradición murió Cervantes, aunque en realidad eso hubiera ocurrido el 22, poco después de haber consignado su despedida en el prólogo de su última obra: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida.»


Fabio sentado en la consola, la misma en la que se procesaron cerca de 38 horas de grabación del Quijote.


El 6 de julio de este año, Eduardo Arenal, el director de la agencia de audiolibros, le escribió para proponerle el proyecto del Quijote. Se ha dicho y repetido cientos de veces que la patria es la lengua y se han escrito muchas páginas —no estas— sobre el lugar que Cervantes ocupa en la nuestra. Pero una cosa es lo que dicen las academias y otra la que sienten los hombres, y Fabio tomó como un honor que el encargo viniera precisamente desde España. En todo caso, su lectura con acento latinoamericano podrá ser escuchada por personas de uno y otro lado del Atlántico, o incluso del mundo: en cualquier lugar en el que haya alguien que hable español —es decir, donde sea que esté un ciudadano de esa república sin geografía que Carlos Fuentes bautizó como el Territorio de La Mancha— su voz podrá oírse sobre las palabras de Cervantes.


Debía encontrar la forma en que se entendiera que el algebrista que don Quijote y Sancho buscan en un pueblo no es ningún matemático, sino un curador de huesos, o que cuando el cura dice que una historia lleva camino, quiere decir que tiene aspecto de ser cierta.


Aunque incursionó en esta clase de trabajos en 2018, su experiencia es en realidad su vida entera. La primera vez que pisó un estudio de grabación fue en 1987, cuando no había cumplido la mayoría de edad. Llegó ahí para hacer los anuncios que recorrerían Bucaramanga promoviendo los cien años de su colegio, el Instituto Superior Dámaso Zapata. Un poco antes, sus profesores habían descubierto el poder de su voz durante la adaptación de una obra de Les Luthiers, y tras escucharlo hablar en público le ofrecieron ser el maestro de ceremonias de los grados de ese año. Ya en la universidad, un compañero impresionado por una de sus exposiciones lo convenció de presentar pruebas en las emisoras de la ciudad. Cuando llegó a la Radio Metropolitana llevaba en sus manos una hoja de vida Minerva con pocas casillas llenas. Ahí le dijeron que tenía buen tubo —como se le llama a la voz en el medio—, pero eran tiempos de mayor burocracia y controles para el oficio, y hacía falta una tarjeta profesional de locutor para aspirar a un puesto en la radio. Su verdadera oportunidad estaba a la vuelta de la esquina, o incluso más cerca, porque en esa misma calle se encontraba Melodía, una estación menos exigente con los formalismos de ley, donde lo contrataron para hacer cuñas radiales a cambio de un salario soñado por cualquier estudiante universitario. En 1991, el narrador deportivo Ramiro Javier Dueñas lo apadrinó en las cabinas y le propuso ser la voz comercial para sus transmisiones de fútbol, y así estuvo muchos miércoles y domingos bajo su ala, promoviendo marcas y productos entre saques de banda y tiros de esquina. 


Cartel dispuesto en la entrada del estudio de grabación. Fabio se valió de actos de psicomagia para invocar a Cervantes, obtener su orientación y salir adelante en el proceso.


A los cuatro años de llevar una doble vida entre los micrófonos y las aulas se retiró de la radio, saturado y convencido de que su futuro estaba del lado de los procesos químicos. Empezó a trabajar en una compañía de soluciones de aislamiento y fue trasladado a Bogotá, donde el universo le dio una nueva puntada. Entre la marea de rostros difuminados que se le atravesaban en las calles de una ciudad desconocida, un día se le apareció de nuevo el de Dueñas. En un arrebato de nostalgia le pidió que lo pusiera en contacto con un estudio para hacer una audición. Tardó mucho en conseguirla, pero una vez enunció el texto de prueba, «Un banco que me escuche», su vida dio un vuelco definitivo, porque el banco efectivamente lo escuchó y lo convirtió en su voz oficial, y también una compañía de telefonía lo escuchó e hizo lo propio, y lo mismo un naciente canal de televisión, y hoy, dos décadas más tarde, es difícil que alguien no lo haya escuchado. En los últimos años, ha anunciado la programación de Caracol, BBC HD y Moviecity Premieres de Fox; recorre el Kennedy Space Center en Florida con los visitantes que solicitan una audioguía en español; y les avisa a los pasajeros del Transmilenio cuál será la siguiente parada, pues también es una de las voces latinoamericanas de Loquendo, un programa de codificación de voz utilizado tanto por el sistema de transporte y otras grandes corporaciones, como pirateado por adolescentes que inundan YouTube con parodias, historias de terror y teorías conspirativas.


Tardó mucho en conseguirla, pero una vez enunció el texto de prueba, «Un banco que me escuche», su vida dio un vuelco definitivo, porque el banco efectivamente lo escuchó y lo convirtió en su voz oficial.


Así que estaba más que acreditado para hacer el audiolibro del Quijote, pero la novela suponía desafíos inéditos a los que había afrontado en tantos años. Durante las tres semanas siguientes al encargo estudió atentamente las primeras páginas, habituándose a un lenguaje cargado de arcaísmos que ya lo eran hace cuatrocientos años, y ajustándose a los giros y ondulaciones del ritmo y la puntuación. De tantas veces que leyó el comienzo ahora es capaz de ir mucho más allá de aquel inicio tan conocido y recitar de memoria todo el primer capítulo.

Sin embargo, la extensión del libro no le daba tiempo para acondicionarse al terreno como le hubiera gustado. Según sus cuentas debía grabar cerca de treinta páginas diarias para acabar en la fecha prevista por la agencia. La voz, él bien lo sabe, es un instrumento que se desgasta fácilmente y no puede ser forzada más de tres horas al día. Para cumplir los plazos tuvo que trabajar sobre la marcha, es decir, grabando lo que apenas leía por primera vez ante el micrófono, tropezando a cada renglón con una frase enigmática, un refrán indescifrable, o bien con imprevistos de origen más cercano: una tos, un carraspeo, un ataque de risa por una ocurrencia de Sancho.


Para cumplir los plazos tuvo que trabajar sobre la marcha, es decir, grabando lo que apenas leía por primera vez ante el micrófono, tropezando a cada renglón con una frase enigmática, un refrán indescifrable, o bien con imprevistos de origen más cercano: una tos, un carraspeo, un ataque de risa por una ocurrencia de Sancho.


Desde un pequeño rincón de su apartamento, Fabio difunde su voz hacia lugares insospechados. En 2004, cuando ya se había volcado enteramente a la locución, montó un estudio casero sin tener mayores conocimientos sobre producción o ingeniería de sonido. Aunque ya llevaba años metido en ese mundo, lo único en lo que se fijaba en los lugares en los que trabajaba era en la acústica, pero cuando empezó a depender de sus cuerdas vocales, se armó con los mejores equipos disponibles: una consola con un preamplificador y un computador Mac, micrófonos Neumann, y una cabina de paredes gruesas como la bóveda de un banco. En ese entonces, era corredor de distancias cortas, los anuncios que grababa duraban apenas unos segundos, a lo sumo un par de minutos, y nunca contempló la posibilidad de que la pista se le alargara y aparecieran en ella los obstáculos que surgen cuando ya no se narra un eslogan o una parrilla de programación, sino un libro entero. Las largas sesiones de grabación lo obligaron a sacrificar la postura recomendada por todos los manuales de técnica vocal —erguido y de pie, un túnel casi recto del diafragma hasta los labios— y acomodar una silla en la estrecha cámara insonorizada. Además, ha tenido que sortear toda suerte de malabarismos para ubicar una pantalla contra la ventana de la cabina y leer el texto a una distancia justa, sin que el micrófono le obstruya el panorama.


Interior de cabina, milimétricamente instalada para leer y grabar.


A diferencia de las ediciones especializadas, en las que solo con bajar la mirada el lector cuenta con notas que le actualizan cuatro siglos de evolución del lenguaje, el oyente de un audiolibro no tiene otra ayuda que el talento del narrador. Fabio es consciente del ensamblaje que trabaja en su interior para que su voz salga, una orquesta orgánica que él dirige hasta cierto punto —la entonación, la velocidad, el volumen—. De su modulación dependía en buena parte el sentido del texto, y debía encontrar la forma en que se entendiera que el algebrista que don Quijote y Sancho buscan en un pueblo no es ningún matemático, sino un curador de huesos, o que cuando el cura dice que una historia lleva camino, quiere decir que tiene aspecto de ser cierta. No fueron pocas las ocasiones en que necesitó ayuda extraterrenal para salir de algún apuro. A través de la psicomagia —otra de sus devociones— invocó a Cervantes para que lo iluminara y le abriera las rutas indicadas. A medio camino entre la ventriloquía y la revelación divina, don Miguel —como lo llama Fabio— lo condujo por los senderos de su prosa. En los momentos de mayor concentración, cuando su narración fluía sin interrupciones ni tropiezos, le parecía que la cabina se llenaba de letras, una corriente de formas y figuras la inundaba y él cedía y se dejaba arrastrar por ella.


A medio camino entre la ventriloquía y la revelación divina, don Miguel —como lo llama Fabio— lo condujo por los senderos de su prosa.


Al tiempo que avanzaba en el Quijote debía atender otros tres flancos: las últimas dos entregas de una saga de literatura juvenil para la que ya había grabado quince libros en el último año, y un detectivesco libro sobre el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado que le encargaron desde México. Para hacer frente a esta avalancha tuvo que nombrar escuderos y salir adelante se volvió un asunto de familia. Ledy Melo, su esposa, se puso al frente de la consola, y sus hijos Juan Felipe y Juan Andrés se encargaron de limpiar los ruidos de la salivación y los resoplidos de su padre en las casi 37 horas de grabación.


Lloraba con la misma intensidad con la que había habitado el libro durante semanas. Pocas cosas afectan tanto su labor como las lágrimas, y debía esperar a que sus ojos se recuperaran de la irritación y se despejaran de nuevo sus canales.


A un ritmo de dos minutos por página —y muchos más de edición y preparación— la tarea estaba por culminarse la primera semana de septiembre. Fabio sabía que la narración del final sería tan exigente como la del principio, y estudió detenidamente esos capítulos en los que don Quijote regresa a su aldea dispuesto a cambiar el género de su aventura, a dejar la caballería para ser pastor, aunque luego en la lucidez de su agonía desechara por completo esos planes. Fabio se encerró en la cabina resuelto a terminar el libro, pero al llegar a las últimas páginas, donde el hidalgo cae enfermo y se levanta despotricando contra lo que ha defendido a lo largo de la novela, se encontró con un imprevisto que ya no era un término ambiguo, ni un carraspeo, ni mucho menos una risa, sino su propio llanto desatado. Lloraba con la misma intensidad con la que había habitado el libro durante semanas. Pocas cosas afectan tanto su labor como las lágrimas, y debía esperar a que sus ojos se recuperaran de la irritación y se despejaran de nuevo sus canales. A pesar de que el tiempo apremiaba, se tomó una pausa para procesar la muerte de don Quijote, desahogarse y disponer su despedida —«Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos»—. Dos horas después estaba de vuelta en su cabina acorazada, en el pequeño rincón de su apartamento, presto a leer hasta el punto final, para sí mismo y para el mundo, a abandonar ese territorio conquistado para sí mismo y para todos.

Más de esta categoría

Ver todo >