«Muéstreme la manera en que una nación o una comunidad se ocupa de sus muertos y mediré exactamente las simpatías de su gente, su respeto por las leyes supremas y su lealtad a los altos ideales».
Atribuido a William Ewart Gladstone
Cada cual entra en contacto con el concepto de la muerte en un tiempo y de una forma diferente. En mi caso, recuerdo haber pensado, por ahí a los nueve años de edad, que tenía mucha suerte, pues mis cuatro abuelos estaban con vida, aun cuando algunos compañeros del colegio ya habían perdido varios parientes. Desafortunadamente, en el transcurso de los siguientes cinco años, murieron uno por uno. Fue así como, al llegar a la adolescencia, yo ya tenía una idea algo masticada de la inherente mortalidad propia, que a su vez me dejaba vislumbrar un concepto monolítico y a veces aterrador: ¡la transitoriedad de TODO!
Mis abuelos fueron enterrados en el mismo cementerio, Jardines del Recuerdo, a las afueras de Bogotá, un lugar más bien sobrio y poco inspirador, de prados con las tumbas marcadas por lápidas a ras de piso.
Para 1986 me encontraba viviendo en Alemania bajo el pretexto de estudiar esa lengua, pero en realidad, dedicado a promover la armonía y las buenas relaciones internacionales con mis compañeras en el Instituto Goethe y a la práctica del esquí alpino, que en su momento me obsesionaba. Un sábado, Simonetta, una italiana proveniente de Menaggio, en el lago de Como, inesperadamente me invitó a acompañarla el siguiente día a recorrer varios pueblos bávaros donde quería tomar fotos. La familia de Simonetta era propietaria de un pequeño pero próspero hotel, razón por la cual ella estaba aprendiendo alemán que, junto con el italiano, francés e inglés, le permitirían brindar una mejor atención a los huéspedes. Acepté de inmediato, ella para mí era magnética, por lo menos cinco años mayor, ya se había graduado de la universidad y, fuera de eso, hasta ese momento a duras penas había notado mi existencia. Al día siguiente partimos temprano y realizamos el siguiente recorrido: Murnau, Schongau, Füssen, Oberammergau, Garmisch y Mittenwald, regresando a Murnau ya en la noche. En cada pueblo parábamos a fotografiar el centro y algunos hostales y posadas que ella tenía previamente identificados, sin embargo, lo que me sorprendió fue que también nos detuvimos en varias iglesias para visitar los pequeños cementerios colindantes que las caracterizan. Impecablemente mantenidos, estos parecían sacados de un cuento de hadas por su arborización, decoración y follaje.
Cementerio Iglesia San Sebastián - Füsen, Alemania / Bruno 413.
Simonetta me explicó que su padre le enseñó a recorrer cementerios pues los encontraba apacibles e interesantes. De esta manera, me inició en una costumbre que he mantenido desde entonces. En mis viajes, procuro explorar cementerios que tengan relevancia histórica, cultural o estética. A continuación, compartiré con el lector algunas de las visitas más memorables.
En 1995, durante un viaje de trabajo, en una librería Borders, me topé con la novela Medianoche en el jardín del bien y del mal de John Berendt. Este libro, que estuvo 216 semanas en la lista de los más vendidos de The New York Times, es de esos pocos que sí se pueden juzgar por su portada. La cubierta presenta el título y el nombre del autor, sobreimpuestos a una fascinante foto de un cementerio con una escultura de una niña sosteniendo dos platos. Antes de leer el texto, uno quiere saber la identidad de la niña y la ubicación del misterioso cementerio.
El libro de Berendt es protagonizado por él mismo y está basado en la realidad. Gira en torno a un asesinato en la década de 1980 y presenta a una serie de personajes alucinantes, habitantes de la ciudad de Savannah en el estado de Georgia en los EEUU.
Portada del libro de John Berendt. / Vintage Books.
Ya de vuelta en La Habana, donde por entonces residía trabajando como corresponsal de varios medios latinoamericanos, dediqué un fin de semana a la lectura del libro, el cual me encantó. Al igual que cientos de miles de lectores, quedé prendado del embrujo de esa ciudad sureña que logra irradiar el libro y la firme decisión de viajar allí en el futuro.
La vida dio sus vueltas y no fue sino hasta 2011 que finalmente pude viajar a Savannah. Con sorpresa constaté que el sortilegio de la ciudad es aún mayor en persona. Fundada en 1733 junto al río del mismo nombre, la ciudad está definida por 22 parques o plazas, que se emplazan a lo largo de cinco calles históricas. Se encuentran diversos estilos arquitectónicos, pero el georgiano prevalece.
Con cierta trepidación manejé los 15 minutos desde mi hotel hasta el cementerio y de nuevo me encontré con un paisaje que superaba las expectativas. Un amplio parque poblado de robles (encino siempreverde) de cuyas ramas cuelgan nutridas melenas de musgo español, que cubren con su sombra una cantidad de tumbas y criptas que datan de 1850 hasta el presente. Por desgracia, la escultura de la niña con los platos fue retirada del cementerio y hoy en día se encuentra en un museo en la ciudad. Hay muchas sepulturas de veteranos de la guerra civil estadounidense, que se identifican por tener la cruz de honor del sur, un ornamento de hierro en forma de cruz, incrustado en la tierra junto a las lápidas.
Cruz de honor del Sur, junto a tumbas. / Archivo personal.
En su libro, Berendt relata como en cierta ocasión una matrona de la sociedad local lo invitó al cementerio, a la tumba del poeta Conrad Aiken, quien solía visitar junto a su esposa el cementerio durante sus últimos años de vida, a mirar los barcos que transitaban por el adyacente río Wilmington, mientras ellos degustaban un martini. En cierta ocasión el autor vio un navío cuyo nombre le llamó la atención: “Cosmos Mariner” (Marinero del Cosmos). Ya en la ciudad revisó el registro del puerto y encontró la entrada del mismo: “Buque: Marinero del Cosmos, destino desconocido”. Fue así como a su muerte, su lápida se construyó en forma de banca, para invitar a los visitantes a descansar y en ella se inscribió el registro portuario del navío, como epitafio. La anfitriona de Berendt procedió a sacar una coctelera y dos copas de su cartera y junto con Berendt, degustaron un martini sentados sobre la tumba.
De esta manera, me inició en una costumbre que he mantenido desde entonces. En mis viajes, procuro explorar cementerios que tengan relevancia histórica, cultural o estética.
Yo no me iba a quedar atrás y llevaba una botella miniatura de brandy Gran Duque de Alba, para brindar por el poeta en su sepulcro. El cementerio estaba prácticamente vacío y cuando llegué a la tumba de Aiken no había nadie en los alrededores, pero al poco tiempo escuché unas voces que provenían de un grupo de ocho personas, miembros de un club de lectura de Minneapolis, que habían viajado a Savannah para celebrar Medianoche en el jardín del bien y del mal y La Isla del Tesoro, pues una historia apócrifa dice que Robert Louis Stevenson basó parte de su novela en esta ciudad y en una taberna que aún existe y que hoy en día, apropiadamente, se llama La Casa de los Piratas.
Tumba de Aiken en forma de banco. / Archivo personal.
Uno de ellos se me acercó y me habló, mientras los otros realizaban ciertos preparativos.
—Hola, ¿está acá para saludar al poeta laureado?
—Sí —le respondí, mostrándole la botellita de brandy.
El hombre sonrió, mientras una mujer del grupo terminó de instalar un pequeño equipo de sonido portátil, que empezó a reproducir los grandes éxitos del célebre letrista Johnny Mercer, nativo de Savannah, quien también está enterrado en Bonaventure.
—Lo invitamos a que nos acompañe, venimos de Minnesota expresamente a rendirle culto al poeta y ya verá que los martinis que prepara mi esposa son como para morir.
Acepté la invitación y durante las siguientes dos horas conversé con ellos, bebiendo unos sabrosos cócteles, con clásicos como Moon River y One for my baby de banda sonora. La introducción perfecta al cementerio Bonaventure, el cual volvería a visitar más adelante en múltiples ocasiones.
Hace mucho tiempo, siendo casi un niño, estuve en el Ejército, en la Escuela Militar de Cadetes. La tercera campaña de 1985 la realizamos cerca a Armero en el departamento del Tolima (Colombia). Luego de diez días de entrenamiento en una misma zona, entramos en la fase de contraguerrilla, nos agregaron al Batallón Patriotas e iniciamos una serie de patrullajes por las estribaciones del Nevado del Ruiz.
Junto con algunos compañeros teníamos formado un club gastronómico, cuyo objetivo era mejorar de alguna manera la calidad de nuestra alimentación basada en monótonas raciones de campaña. Era así como llevábamos ciertos alimentos adicionales, como arroz deshidratado con cosas, bebidas deportivas en polvo, un frasco pequeño de aceite y una estufa portátil a gas. Durante los patrullajes en el día, estábamos muy alerta a cualquier oportunidad. Al paso por alguna casa campesina, negociábamos rápidamente para comprar un buen número de huevos, los cuales quebrábamos de inmediato, depositando el contenido en una botella plástica vacía, junto con algo de sal. La botella regresaba al equipo (la mochila) y esa noche procedíamos a fritar los huevos para acompañar el arroz hidratado y humeante.
Municipio de Falan, Tolima. / Darney.
Cierto día, nuestro pelotón recibió la orden de movilizarse en dirección al municipio de Falan, que se encontraba a unas ocho horas de camino. Allí, en la noche, entraríamos en contacto con otras unidades de la compañía, para preparar una emboscada. Las siguientes horas fueron de gran esfuerzo físico, subiendo, siempre subiendo. En horas de la tarde, pasamos cerca de un rancho donde mi amigo logró comprar una docena de huevos y un par de grandes plátanos pintones. Ya en la noche, llegamos al punto de encuentro, que resultó ser el cementerio del municipio. Se nos dio orden de dispersarnos por el campo santo y cambuchar (acampar), a la espera del llamado a las cuatro de la mañana para montar la emboscada. A los pocos minutos, cuatro de nosotros estábamos sentados en torno a la tumba de doña Ofelia Martínez López, fallecida en 1941, usando la gran lápida como mesa, mientras fritábamos tajadas de plátano. Luego de una opípara comida, escogí un rincón entre los sepulcros para dormir, arropado por mi fijack. El lúgubre entorno no fue obstáculo ni para comer con voracidad ni para dormir como piedras, dado nuestro hambre y cansancio.
Cementerio de Falan, Tolima. / viajarenverano.com
Al concluir la campaña, regresamos a Bogotá y una semana después, debido a una erupción del volcán, sucedió la tragedia de Armero, en la misma zona donde habíamos estado. Más de 23.000 personas perdieron la vida en un instante.
Ya en la noche, llegamos al punto de encuentro, que resultó ser el cementerio del municipio. Se nos dio orden de dispersarnos por el campo santo y cambuchar (acampar), a la espera del llamado a las cuatro de la mañana para montar la emboscada.
Al aterrizar en París en la madrugada, tomé el metro a la estación de Saint-Mandé y luego porté mi maleta por dos cuadras hasta la agencia de Renault, que aún estaba cerrada. Aproveché la espera para acercarme a una pequeña cantina móvil, que despachaba bebidas y alimentos a un nutrido grupo de obreros, donde pude comprar un croissant y un café que, junto con un par de cigarrillos, me ayudaron a soportar el frío hasta que abrió la oficina. La oferta se llamaba Renault TT y consistía en la “compra” de un automóvil nuevo que después de mínimo un mes, se podía devolver bajo la figura de recompra por parte de la marca, todo a un precio muy favorable comparado con un alquiler normal. Hacia las diez de la mañana, luego de firmar incontables documentos, le retiré los protectores plásticos a la silletería y tomé carretera en un Renault 21 color dorado metalizado, cero kilómetros. Diez horas después estaba en Múnich donde pernocté. El siguiente día, 31 de diciembre, pasé la mañana comprando varios discos compactos de música para el camino y una chaqueta de invierno en el almacén Ludwig Beck y después del almuerzo me dirigí a Murnau, pueblo bávaro a una hora de distancia, donde años atrás había vivido de estudiante. Desafortunadamente, al llegar me encontré con que, producto de una confusión, el hostal donde tenía reserva había entregado mi habitación a otro huésped y debido a la fecha no había ni una plaza disponible en toda la zona.
Al concluir la campaña, regresamos a Bogotá y una semana después, debido a una erupción del volcán, sucedió la tragedia de Armero, en la misma zona donde habíamos estado. Más de 23.000 personas perdieron la vida en un instante.
Medité por un rato y decidí pasar la noche viajando rumbo a Viena, en cuyas afueras tenía una reserva para el primero en la noche, la cual reconfirmé. Así que me dirigí a Garmisch, al Kinocenter, un multiplex con ocho salas de cine pequeñas e igual número de películas en exhibición. Hacia las cuatro de la tarde empecé una maratón de tres películas seguidas, que culminé a las once de la noche. La única que recuerdo es Flatliners (la original). El año nuevo me encontró manejando por una carretera alpina desierta y perfectamente iluminada por la luna, reflejada en la omnipresente nieve, escuchando la banda sonora de Rock Aid Armenia. Luego de una breve siesta en un parador en Innsbruck, arribé a Viena, una de mis ciudades preferidas, con cinco días libres hasta el seis de enero, fecha en la que me encontraría con un grupo de amigos en Kitzbühel, para una semana de esquí.
El famoso restaurante Marchfelderhof. / Dennis Jarvis.
A pesar de que he estado en esa ciudad en múltiples ocasiones, hay algunas trampas para turistas que no puedo dejar de visitar: ir a comer gulaschsuppe y wiener schnitzel en el Café Central, caminar por el Ringstrasse, pasar por el Belvedere para admirar la obra de Klimt, un sachertorte con café en el Hotel Sacher y un almuerzo en el bizarro Marchfelderhof, que es a la vez, restaurante, museo, anticuario y carnaval. En fin, ciertas paradas obligadas que puedo evacuar en un par de días. Sin embargo, en esta oportunidad tengo tres destinos nuevos que me entusiasman: el museo de historia militar, el cementerio central y el cementerio St. Marx.
Le dediqué un día al museo de historia militar (Heeresgeschichtliches Museum), una sorprendente colección con interesantes piezas como el uniforme y el carro del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, así como una extensa selección de uniformes y armas de las guerras austro-turcas.
Llegué al cementerio central en un típico día de invierno con el cielo cubierto con ponderosas nubes grises y una brisa muy fría, de esas que penetran, a pesar de vestir varias prendas bajo un pesado chaquetón marinero de lana.
Fue una jornada llena de instantes álgidos, en un sitio que por momentos parece un museo de escultura clásica. No obstante, algo que tengo grabado por encima de todo, es la suerte de guerra sonora entre una pandilla de cuervos y otra de cornejas cenicientas, que competían por turnos, tratando de imponer sus graznidos. Una cacofonía a la vez estridente, pero en perfecta armonía con el momento y lugar.
Cuervo en el Zentralfriedhof. / Anna Saini.
Inaugurado en 1874, este camposanto es uno de los más grande del mundo, con 2.5 km2 de extensión, más de 300.000 tumbas y criptas y alrededor de 3.000.000 de “residentes”. Atendiendo a su vocación pluriconfesional, el cementerio incluye secciones: católica, protestante, diversas denominaciones ortodoxas orientales, judía, musulmana y budista.
El Zentralfriedhof es el lugar de descanso de un número considerable de personajes, especialmente del ámbito musical. Algunos de ellos murieron mucho antes de la inauguración de este cementerio, pero sus sepulturas fueron trasladadas. Allí se pueden encontrar las tumbas de: Ludwig van Beethoven, Franz Schubert, Johann Strauss, Johannes Brahms, Anton Salieri y Arnold Schönberg, entre muchos otros compositores. No obstante, también se hallan personalidades de las más disímiles ocupaciones, como el físico Ludwig Boltzmann, la actriz Hedy Lamarr y el cantante pop Falco.
Tumba del artista austriaco Falco. / Christian Maushake.
Un elemento decorativo común en las tumbas es el farol y se encuentran disimiles ejemplos del mismo, desde los muy sencillos hasta bellos y complejos modelos.
Cualquier tiempo que se le dedique a recorrer el cementerio central de Viena es poco, cada sendero y cada rincón revelan alguna curiosidad estética o histórica. En invierno hay pocos visitantes, pero se puede contar con la compañía de cuervos y cornejas.
Farol de tumba. / Haeferl.
Al día siguiente de visitar el cementerio central, le llegó el turno a San Marcos. Originalmente habilitado en 1784 en las afueras de Viena, funcionó como cementerio casi 100 años hasta 1874 cuando fue clausurado. Desde entonces se convierte en un parque cementerio. Poco a poco, la expansión de la ciudad lo cobijó y hoy en día se encuentra en el cuadrante sur-oriental de la urbe y una transitada autopista lo semicircunda.
Cementerio San Marcos bajo filtro infrarrojo. / Thoodor.
El parque cubre alrededor de seis hectáreas repletas de tumbas que asoman entre el nutrido follaje de árboles y arbustos que por momentos da la impresión de la naturaleza imponiéndose sobre la memoria humana.
Este lugar es objeto de peregrinación para cualquier amante de la música que visite la ciudad, por ser donde fue enterrado Wolfgang Amadeus Mozart en una fosa común. En vista de que se desconoce el sitio exacto del entierro, un monumento conmemorativo fue erguido en el centro del parque.
Cipo en memoria de Mozart. / Archivo personal.
Como buen peregrino, yo estaba preparado con un Discman y el CD de la Misa de Réquiem en re menor, K. 626 de Mozart, dirigida por Sir John Eliot Gardiner. Al llegar me dediqué a deambular escuchando el réquiem a través de mis audífonos. Sublime.
Más allá de mi homenaje personal a Mozart, hubo dos cosas que me causaron una impresión. La primera fue que, en todo el campo, con sus más de 7000 tumbas, solo encontré flores en dos lugares: en el cenotafio de Wolfgang Amadeus y en la tumba de Franz Niemeczek, ciudadano checo que fue el primer biógrafo del compositor. Ninguna otra sepultura tenía una flor o recordatorio. Se viene a la mente el magistral título del libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos.
Tumba de Franz Niemeczek. / Archivo personal.
El segundo impacto vino a reforzar estas sensaciones. Encontré varias hileras de lápidas que inicialmente tenían grabados en la piedra, el nombre, la ocupación y las fechas de nacimiento y muerte de los sepultados, sin embargo, la profundidad de la talla del nombre era menor y a causa del exhosto de los cientos de miles de vehículos que transitan por la adyacente autopista, los nombres se habían borrado. Fue así como leí muchas de ellas con las fechas y la ocupación (médico, madre, arquitecto, etc.) pero sin manera de conocer los nombres de los ocupantes. Personas que alguna vez amaron, odiaron y desearon. Sujetos que tuvieron un alimento favorito, una mascota consentida y unos zapatos viejos que preferían sobre cualquier otro par. Individuos que rieron y lloraron, que por momentos se sintieron los dueños del mundo y en otros instantes percibieron insoportables sus calamidades. Seres que vivieron existencias tan completas y complejas como las nuestras y que ahora no solo han muerto, sino que hasta sus nombres han desaparecido. Es sin duda la ocasión en que he sido más consciente, a la vez desde un punto de vista racional como también visceral, de mi mortalidad y transitoriedad.