Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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El estruendo de un cañonazo sacudió al enjambre de atletas apeñuzcados a la orilla del puente Verrazzano, en el distrito de Staten Island. El eco de la detonación sobrevoló las aguas del río Hudson, retumbó en los oídos del público que esperaba al otro lado de la isla y se diluyó entre las calles de la ciudad. Todavía con el sonido del disparo, los corredores miraron hacia el cielo para lanzar al aire las chaquetas y pantalones térmicos con que habían hecho sus ejercicios de calentamiento. Las prendas en el aire parecían cometas en el cielo y formaron una inmensa sombrilla de colores. Luego cayeron y dejaron ver tres helicópteros que mezclaron el ruido de sus motores con los gritos de entusiasmo de los miles de participantes. Al fondo se unió la voz de Frank Sinatra con su “New York, New York” para formar un coro extraño que emocionó a la multitud y la hizo sentir dentro de un sueño, una película futurista o en otro planeta. Era el comienzo de la Maratón de Nueva York, una de las seis carreras más importantes del mundo y la de mayor participación.

La estatua de La Libertad pareció mirar sorprendida al monstruo que se deslizaba como una enorme serpiente multicolor hacia la gran ciudad. Cuatro buques, dos a cada lado del viaducto, lanzaban hacia las nubes chorros de agua que formaban un arco teñido de rojo y azul de la bandera de Nueva York sobre el gigantesco puente. Los corredores se tomaban selfies o enviaban videos a su familia. Los más serios pedían paso mientras el puente colgante se mecía al ritmo de los casi 50.000 atletas que ascendían el primer kilómetro de la competición.

El estruendo de un cañonazo sacudió al enjambre de atletas apeñuzcados a la orilla del puente Verrazzano, en el distrito de Staten Island. El eco de la detonación sobrevoló las aguas del río Hudson, retumbó en los oídos del público que esperaba al otro lado de la isla y se diluyó entre las calles de la ciudad.

La meta es una ilusión, no la marca

La de Nueva York es una carrera de ilusiones. Todas las personas a quienes les guste correr por recreación, afición o profesión, tienen la meta de vivir la experiencia de ese evento, algún día de su vida. Entrenan para ello, algunos desde jóvenes, otros ya de adultos. La gran mayoría sabe que no va a ganar, ni siquiera llegará entre los mil primeros. No van a figurar en los titulares de la prensa ni los van a entrevistar, aunque el periódico The New York Times dedica una edición especial al certamen y publica la lista completa de quienes finalizaron. El objetivo, sin embargo, es la satisfacción de terminar esa infernal travesía de 42 kilómetros y 195 metros por las calles onduladas, rompe piernas de la Gran Manzana, pero en medio de una fiesta de aplausos, música, jolgorio y entusiasmo para quienes corren y para los dos millones de espectadores que se ubican a lado y lado del recorrido. Excepto los participantes de élite, los demás no se preocupan mucho por la marca, pero sí por arribar al sitio de llegada en el Central Park. Estos últimos son los aficionados que pagaron unos 300 dólares por la inscripción con tal de obtener la satisfacción de finalizar la mundialmente famosa competencia y ser tratados como ganadores por la organización y por los neoyorkinos en las calles. 

Por su parte, los del grupo élite, campeones mundiales y olímpicos, que no alcanzan a ser cien, buscan la gloria de ganar la carrera y recibir parte del pastel de 540.000 dólares en premios: 100.000 para el ganador del grupo masculino y otro tanto para el femenino. 

Más de la mitad de quienes oyeron el cañonazo ese día, habían atravesado mares desde 140 países para cumplir su cometido. Los demás llegaron desde diferentes lugares en Estados Unidos. Pero todos se saludaron con una sonrisa y con la misma devoción

Todas las personas a quienes les guste correr por recreación, afición o profesión, tienen la meta de vivir la experiencia de correr el Maratón de Nueva York. /RunFFWPU/ Pexels.

Yo estuve entre esos idealistas

Igual que muchos, mi deseo de participar en la carrera se había aplazado por décadas, para dar lugar a otras prioridades de la vida. Pero una vez despejado el camino y ya con algunas canas, hace unos años inicié el proyecto. Para ello se requiere retomar entrenamientos y acondicionamiento físico, desde un trote suave media hora diaria y mucha gimnasia, hasta alcanzar unos 150 kilómetros a la semana. Lo logré después de tres años de paciencia y constancia, entrenando en las montañas de La Calera, en el oriente bogotano, las afueras de la ciudad, al norte, y algunas pistas como las del parque El Salitre y el Centro de Alto Rendimiento. 

La aplicación para participar en la gran competencia se llena por internet. A principios de ese año corrí el medio maratón de Miami y el de Bogotá, para cumplir el requisito de la marca mínima que exigen en Nueva York, para cada grupo de edades.Y a las dos semanas recibí respuesta de aceptación, con el número 4644 para colocar en mi camiseta. El distintivo venía en dos colores. El principal, azul. El otro, anaranjado, que decía “líder de ritmo”. Sin darme cuenta había marcado la casilla correspondiente al responsable de marcar el paso para otros corredores. Un ritmo, sin duda, mayor que el de mis capacidades.

Más de la mitad de quienes oyeron el cañonazo ese día, habían atravesado mares desde 140 países para cumplir su cometido.

Dormir sobre una discoteca en la Gran Manzana

Me hospedé donde un familiar en Queens, el barrio de los colombianos. Llegué con ocho días de anticipación, para adaptarme a los cinco grados de temperatura y al viento del otoño neoyorkino, y con 300 dólares en el bolsillo. Una cifra que se redujo rápidamente debido a los 70 dólares que un taxista del aeropuerto me cobró por llevarme a donde mi familiar, más 10 dólares de peaje y 5 de propina.

La música de una discoteca en el primer piso del vecindario no me dejó dormir. Tuve que ir a solicitarles que bajaran el volumen, como en cualquier barrio bogotano. La dueña era una paisana quien, en principio, creyó que yo iba a pedirle empleo. “No tenemos vacantes”, me dijo. Pero cuando le expliqué, como si fuera un deportista profesional, que iba a correr “en nombre de Colombia”, me creyó y ordenó apagar el ruido.

La Gran Manzana, allí donde se ponen cita millones de corredores de todo el mundo. / Chris Schippers / Pexels.

El dia anterior se realizó la Carrera y Cena de la Amistad, un recorrido suave, en forma de paseo, de cinco kilómetros para conocer gente, seguido por una comida de pasta, pizza, lasaña y otros platos italianos en el centro de la ciudad. No asistí pensando en reservar energías para la dura travesía.

A las cinco de la mañana estaba en pie, coloqué con ganchos en mi camiseta el número de maratonista que me había correspondido, puse en el cordón de mi zapatilla el chip que me dieron, vestí mi uniforme, me puse encima una sudadera vieja de color rojo, con rotos, para calentar, y una chaqueta para el frio. En el metro encontré una mujer y un japonés que también iban a correr. Entablé charla con ellos y nos fuimos juntos a tomar el bus de la competencia hacia Staten Island.

En el bus pude conversar con otros correrdores. Todos me preguntaban acerca del tiempo que pensaba hacer en la carrera. Yo estimaba que menos de tres horas. Pero no había dormido bien. El vehículo estaba lleno de gente de diferentes países, sexos, edades y colores. Imaginé el mismo ambiente en los más de 100 buses que recogían a los miles de guerreros modernos que se aprestaban a imitar a Filípides, el mensajero griego que había sido enviado desde el valle de Maratón a Atenas para anunciar la victoria de su ejército frente a los persas en la Batalla de Maratón, en el año 490 A.C, y quien, según la leyenda, después de recorrer los 42 kilómetros y 195 metros, al llegar gritó: ¡Alegraos, ganamos!, y exhaló su último suspiro. 

Pero cuando le expliqué, como si fuera un deportista profesional, que iba a correr “en nombre de Colombia”, me creyó y ordenó apagar el ruido.

Adiós a mi vieja sudadera 

Para el inicio de la competencia los corredores son agrupados de acuerdo con el tiempo que quieren hacer, y que registraron en la inscripción. Cada grupo tiene un color (me correspondió el naranja), con su lugar correspondiente señalizado. Después van partiendo por turnos, empezando por el de categoría de élite, lo que implicó que, cuando nuestro grupo salió, los profesionales ya iban unos dos kilómetros adelante.

En la zona de calentamiento ofrecen como desayuno algo de chocolate o un vaso grande de café. Técnicamente el café es doping, pero días antes la organización nos había entregado una bolsa con un kit que contenía una camiseta de recuerdo, un chip, boletas para asistir a una discoteca el mismo dia después de la jornada deportiva, una bolsa para guardar la ropa con adhesivos para marcarla, y un folleto de instrucciones donde decía, entre otras cosas, que nos bebiéramos un café grande, ingiriéramos la pastilla de diclofenaco que nos habían entregado y comiéramos mucho pan. Bebí el café y comí un pan francés, pero me deshice de la pastilla. El café me dio ganas de ir al baño, pero había mucha fila y tuve que recurrir a una botella, como vi que hacían muchos. 

Empaqué mi chaqueta en la bolsa y la entregué en el punto de atención. Hice estiramientos y me acosté en el pasto para tratar de dormir unos 10 minutos para recuperar un poco la mala noche.

El disparo del cañón y el murmullo de la gente agitada me despertó. Entre la ropa que los competidores lanzaron al aire iba mi vieja sudadera que lucía orgullosa sus huecos junto a las chaquetas de licra que la mayoría había comprado solo para lo ocasión. Le dí a la prenda una despedida honrosa en una ciudad como Nueva York, la miré con nostalgia y me metí entre la masa humana.

Para el inicio de la competencia los corredores son agrupados de acuerdo con el tiempo que quieren hacer, y que registraron en la inscripción. / RunFFWpu / Pexels.

Un comienzo engañoso

La carrera no empieza corriendo. ¿Quién puede correr entre miles de personas apretujadas que asemejan lo que sucede en el transporte público de cualquier gran urbe en hora pico? 

Caminamos, al principio despacio, luego más rápido, y por fin trotando suave. El paso se incrementa a medida que se desgrana la montonera, hasta alcanzar el ritmo establecido por cada cual para enfrentar el desafío. Al entrar al puente se pisa un tramo alfombrado donde se activa el chip que cada quien lleva y el cronómetro empieza a avanzar. Ese chip acciona el sistema por medio del cual los amigos o familiares pueden seguir desde su computador la marcha de cada participante en tiempo y ritmo real, y también terminó con la costumbre que tenían muchos competidores de no hacer el recorrido completo y cortar camino o iniciar su ruta en la mitad o, incluso, ya finalizando la prueba. Era algo tan usual que hasta se hicieron películas al respecto. 

El cañonazo, los helicópteros, la música, el arco iris de colores formado por los chorros de agua que se lanzan desde los barcos y la gritería me hicieron soltar una lágrima de emoción. Creo que la mayoría pensaba como yo: “!Caramba, esto es el Maratón de Nueva York!”.

El peso de la masa monstruosa de corredores hacía bambolear el puente, mientras la estatua de la Libertad parecía observarnos con atención.  

Yo iba rápido porque se me facilita subir. No sabía que se empezaba en ascenso, durante un kilómetro, y luego otro descendiendo. En la bajada hay más espacio, se respira mejor, se toma ritmo. Entonces se empieza a oir el murmullo de gente que ovaciona, un rumor que ensordece cuando la multitud nos recibe al final del puente Verazzano con gritos, aplausos y voces de ánimo. Me siento igual que grandes, y olvidados, atletas colombianos como Victor Mora o Alvaro Mejía: cierro brevemente los ojos y la fiesta me hace creer que soy el puntero. 

En ese instante percibí, por fin, la dimensión social, económica y deportiva de la competencia mundial de la que estaba formando parte. 

El paso se incrementa a medida que se desgrana la montonera, hasta alcanzar el ritmo establecido por cada cual para enfrentar el desafío. / Shutterstock.

Entre el cuerpo y la mente

La caravana de atletas se sumergió en el “río humano”, como decían los narradores del ciclismo colombiano. La multitud rugió para motivar y compensar el esfuerzo de la gente en carrera. Grupos familiares cuyo programa de ese primer domingo de noviembre era ir a ver el paso del espectáculo deportivo, portan banderitas y aclaman a todos, sin importar raza, nacionalidad o si van de últimos o de primeros. Los niños llevan dulces que entregan a los corredores y el clamor es tal que, por un momento, se podría pensar que vamos ganando. Pero la realidad es que las “gacelas” de élite van como cinco kilómetros adelante. Banderas de todos los países ondean en los edificios y en las manos de algunos fanáticos que las levantan con orgullo cuando pasa alguno de sus compatriotas. La mayoría de los estandartes son mexicanos, que se confunden con las italianas. 

La prueba de largo aliento requiere de mitad músculo y mitad fuerza mental. El sólo hecho de pensar en la distancia equivalente a ir de una ciudad a otra por carreteras con subidas y bajadas, a cinco grados celcius de temperatura y viento frio, desanima a cualquiera por más entrenado que esté físicamente. Hay partes donde casi termina la fuerza muscular, ni las piernas ni la respiración responden, es el temible umbral o “la pared” como algunos la llaman. Aunque había entrenado durante casi tres años, necesitaba más estímulo, así que, de forma intencional, usé una camiseta con el nombre y los colores de Colombia y corrí siempre por la orilla de la vía, buscando la motivación del público de mi país y latinoamericano. También llevaba en la mente mi desafío personal, el reto de no retirarme, para darle un abrazo a mi esposa Nubia y entregarle la medalla. Se lo había prometido y le había pedido que me esperara en la meta, en el área preparada para los familiares. Mi corazón, que latía con altas pulsaciones, se aceleró cuando divisé el amarillo, azul y rojo a mi lado izquierdo. Unos colombianos saltaron de alegría cuando vieron un rostro de su tierra portando uniforme de Colombia. Una familia gringa exclamó “Columbia, Columbia”, cuando vio la camiseta con el nombre de la tierra del café. Más adelante un niño pelirrojo también gritó “Colombia” y me extendió la palma de su mano. Le toqué la mano y él saltó de alegría mientras decía: “me saludó, el colombiano, me saludó”, y su familia le celebraba como si hubiera recibido el saludo del basquetbolista Shaquille O´Neal. Escenas como estas nos acompañarían durante todo el trayecto.

El paso se incrementa a medida que se desgrana la montonera, hasta alcanzar el ritmo establecido por cada cual para enfrentar el desafío.

Alas de libertad

Cruzando Brooklyn, a la altura del kilómetro cinco, el terreno es plano por ahora. Una pequeña molestia en la pierna izquierda me hace bajar un poco la velocidad, pero se respira felicidad. La veo en el rostro de quienes van a mi lado. Una rubia estadounidense, tres italianos, un canadiense. Voy corriendo de atrás para adelante y alcanzo a quienes van más despacio o no han conseguido su ritmo. 

“Water, water”, gritan unos voluntarios. Es la primera zona de refresco de las que se encuentran cada cinco kilómetros. Jóvenes de ambos sexos entregan vasos plásticos con agua o Gatorade. También entregan unas bolsas pequeñas con gel nutritivo. Dicen que así se alimentan los astronautas. Recibo dos de esas bolsas. La vía está cubierta de líquido, vasos desechables y escupitajos de los miles de corredores que cruzaron por delante.

Escucho un sonido de jazz. Un grupo de músicos con uniforme de concierto tocan a la orilla de la vía. Una cuadra más adelante unos judios vestidos de negro ejecutan una danza ritual y cantan, en plena calle.

Llegamos al puente Queensboro que, con su imponente estructura y viaducto en dos niveles y diez carriles, marca la mitad de la carrera. La mitad de sus casi 1.200 metros representa una subida fuerte. Casi no hay público. La superficie está entapetada y pienso que nunca me habían puesto alfombra para correr. Aprovecho para acelerar en pleno ascenso. Un uruguayo trata de seguirme. Se rezaga. 

Hay silencio. Desde la altura del puente miro a lo lejos el paisaje. Hay una sensación de estar volando, eso es correr, libertad. Recuerdo los versos del poeta Leonard Cohen en su canción Bird on a Wire: “Como un pájaro en un cable, como un borracho en el coro de media noche, he intentado, a mi manera, ser libre”.

La caravana de atletas se sumergió en el “río humano”, como decían los narradores del ciclismo colombiano. / Shutterstock.

Un insulto en el Bronx

En la bajada hacia Manhatan por la calle 59, el uruguayo me alcanza. 

—¿Puedo correr al lado suyo? —me pregunta.

—Claro.

Para distraernos, conversamos. Nos damos el nombre, hablamos de la política de su país.

—Usted lleva buen ritmo —dice—. ¿Es líder de ritmo?

—No sé qué es eso —le respondo.

—Usted lleva el distintivo de líder de grupo.

Recuerdo el número naranja que me había puesto sin saber qué era.

—Sorry hermano, fue un error.

Se adelanta, desilusionado por haber seguido por tanto tiempo a alguien más lento y más viejo que él.

El paisaje cambia. Atrás quedó la arquitectura clásica para dar paso a un ambiente de barriada. Es el Bronx. Recuerdo la mala fama de esa zona. “Colombia, Pablo Escobar”, oigo que dicen. Volteo a mirar. Un grupo de muchachos me mira y se carcajea mientras repiten el escupitajo. Solté a grito entero y con rabia la única grosería que pronuncio bien en inglés. Uno de los italianos que corrían junto a mi me frenó. “Déjalos, no rompas tu sueño por culpa de unos bobos”. Me lo dijo en italiano, pero entre corredores nos entendemos. Me tranquilicé y seguí, pero antes les repetí la palabrota a los ofensores.

Empecé a sentir algo de fatiga y dolor en las piernas. Pero mantuve mi paso. Recordé que Nubia me esperaba en la meta. No sabía que ella estaba haciendo su propia carrera. Su familiar la llevó hasta un punto de la ciudad y ahí se separaron. Ella, sin conocer Nueva York, siguió sola, apenas por instinto, preguntando por señas y con un papel que yo le había dado escrito con los datos de ella y la pregunta “¿Dónde queda la zona familiar?” Atravesó la ciudad caminando para encontrarse conmigo.

Hay silencio. Desde la altura del puente miro a lo lejos el paisaje. Hay una sensación de estar volando, eso es correr, libertad.

El temido umbral

Kilómetro 30. Veo más bailarines y música en el Bronx. Siento mucho dolor en las piernas, no puedo respirar. Mi boca está llena de saliva gruesa. Parece que me muevo, pero veo que todos a mi lado, incluso la rubia estadounidense, pasan raudos a mi lado, como si mi cuerpo fuera un poste. Había llegado a “la pared”, el temido umbral.

Sentía que un muro estaba frente a mí y no me dejaba avanzar. Me vi solo, en medio de un murmullo lejano. Me dio tristeza y ganas de llorar. Recordé los consejos que me habían dado los expertos compatriotas que habían competido muchos años en Nueva York: “cálmese, baje el ritmo, respire profundo, no se detenga, mucha paciencia”. 

Me ubiqué en la orilla de la via, sin detenerme. De entre el público salió un colombiano. Se me acercó y, mientras corría a mi lado, me animó: “hermano, usted es un orgullo para nuestro país, está haciendo lo que muchos políticos no hacen”. Y remató: “No desfallezca hermano que usted va entre los primeros 4.000”. Me alcanzó a contar que era oriundo de la zona del Quindío. Su característico acento me acompañó un rato, refrescante. 

Esas palabras me dieron ánimo, pero no me devolvieron las energías. La pared seguía ahí.

Una señora vestida de colores que dijo ser de Puerto Rico, se acercó. 

—Señor, usted es un latinoamericano. Usted lleva los colores de todos nosotros —me dijo—. Tómese esta pastillita.

Me entregó lo que parecía ser un Alka Seltzer.

—No gracias —le respondí con desconfianza. 

La señora volvió a su discurso cariñoso por nuestra región y me regañó por la desconfianza. 

—Nuestro problema es que no somos unidos —se lamentó e insistió con la pastilla. Finalmente se la recibí y ella misma me la puso en la boca. Más adelante la escupí.

Un kilómetro después, el rugido del público sonó más fuerte. La emisora de la carrera transmitía a través de una frecuencia interna y de altoparlantes ubicados en los postes. De pronto respiré profundo como un ahogado que recibe una bocanada de aire. Sentí calor en la cara, y mis piernas me impulsaron. Aceleré con mayor entusiasmo. Al fondo, en una curva, se veía una pantalla gigante con imágenes de la transmisión por TV. Vi mi camiseta y mi número 4644 con el nombre de Colombia. Vi banderas de mi país. Había superado el umbral.

Me dio tristeza y ganas de llorar. Recordé los consejos que me habían dado los expertos compatriotas que habían competido muchos años en Nueva York: “cálmese, baje el ritmo, respire profundo, no se detenga, mucha paciencia”. 

¡Alegraos, llegamos!

Cuando entramos a Central Park, donde se corren los últimos 10 kilómetros, había más público y el ruido era más ensordecedor y motivante. Un venezolano a mi lado me felicitó.

Incrementé un poco más el ritmo y pasé a la rubia y a los italianos. El canadiense ya se había quedado atrás. Unos diez corredores, entre ellos varias mujeres salieron de la carrera para esconderse detrás de unos arbustos. Su cuerpo les pedía un baño, pero a cambio sólo había matorrales.

Diez menos, pensé, y aceleré más. El público formó un embudo en la última recta. Era una subida como de 200 metros. Una estructura inmensa con la palabra meta, nos esperaba al frente. Emoción y felicidad empezaron a invadirme. En el último esfuerzo la rubia más joven que yo me sobrepasó. Alguien gritó mi nombre entre el público.

Al otro lado de la meta unas voluntarias esperan a los finalistas. Les ponen una medalla al cuello y les dan un beso. La auxiliar me ayudó a quitar el chip de la zapatilla. Pero antes me arrodillé, lloré de alegría y recé con los brazos en alto, lo mismo que hizo mucha gente.

Una chica me tomó una foto con la medalla en la mano. La misma presea que le colgué a Nubia después de caminar otro kilómetro hasta la zona familiar y ver tirados en el piso a muchos corredores deshidratados, con calambres. 

Había cumplido un sueño, igual que los otros millares de competidores. Quedamos con la alegría de ser tratados con respeto como héroes ganadores por la gente en la calle y por los organizadores. También con la gratificación de recibir la motivación de montar gratis en el metro, descuentos en los restaurantes y ser saludados por los transeúntes con las palabras: “congratulations, eres un finalista”. Como Filípides, pudimos llevar un mensaje: “¡alegraos, llegamos”.



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