Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Última parada del subterráneo, línea D, estación Catedral. Un jueves de verano. El calor arrecia. Estoy a punto de iniciar mi cambio de calzado; suelo apoyarme en una pared a la salida del subte; justo suenan las campanadas de la iglesia. Por qué será que, habiendo tantas cosas para mirar en una ciudad como Buenos Aires, las personas se interesen por alguien que decide cambiarse el calzado, en la vereda. Debería ser una más de las cosas intrascendentes que pasan inadvertidas en una ciudad y sin embargo: miran, observan con insistencia. Es ese tipo de mirada que va y viene de un lugar a otro para marcar un arco de tensión, un señalamiento de algo que no aprueban. Como si fuera un acto impúdico. Miran a los ojos y miran los pies descalzos. Miran a los ojos y las ojotas negras, y las sandalias coloradas de cuero. No debería ser difícil adivinar que una mujer que camina y viaja un rato largo para llegar a su trabajo puede necesitar cambiarse el calzado; de uno cómodo a uno más formal. 

Por qué será que, habiendo tantas cosas para mirar en una ciudad como Buenos Aires, las personas se interesen por alguien que decide cambiarse el calzado, en la vereda. 

Pues bien, toparme con miradas extrañadas mientras me cambio el calzado en la vereda es algo que viene pasándome seguido en este verano. Última estación; escucho las campanas de la Catedral. Y me surge una idea. Y la pongo en práctica. Camino con mis ojotas bonitas, negras y detalles de strass hasta la Catedral; llevo en la mano las sandalias coloradas. Subo las escaleras. Voy contenta. Como si hubiese descubierto un pasadizo. Busco un banco al reparo de la presencia de un grupo de turistas. Entonces hago lo que fui a hacer. Está fresco, silencioso, la luz difusa. Me siento completamente a salvo bajo ese techo alto lleno de imágenes aladas, a resguardo de lo que pasa afuera: la ciudad con su furia, y sus ojos fisgones y sus tormentas. Decido algo. Y Dios, creo, no se ofenderá, pero es posible que comience a venir por aquí dos veces al día: a cambiarme los zapatos por la mañana y a escribir de cosas paganas durante los mediodías.






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