Carlos Gaviria Díaz (1937-2015) fue unos de los juristas más destacados del último medio siglo en Colombia. Su pensamiento liberal, en un país de profunda tradición conservadora, marcó un hito desde distintos ámbitos: como profesor, decano de Derecho y vicerrector de la Universidad de Antioquia, magistrado de la Corte Constitucional, senador y candidato presidencial en 2006.
El hombre que con sus sentencias buscó humanizar las leyes y defender las libertades ciudadanas fue una leyenda en vida. Cuando murió, en marzo de 2015, la prensa nacional lo despidió en primeras planas como “el sabio de la tribu”.
En el año 2014, durante tres meses, viajé entre Medellín y Bogotá para convertirme en su sombra y escribir el perfil “Carlos Gaviria Díaz, pensamiento, palabra, obra y omisión”, publicado por la Revista Universidad de Antioquia.
Desde un principio, lo más complejo para mí fue acceder a su petición de llamarlo por su nombre, renunciar al formalismo de dirigirme a él por su título profesional “doctor Gaviria”. Nombrarlo en condiciones de horizontalidad implicaba mirarlo de frente, dejar de lado décadas de levantar la cabeza, como cuando se observa la estatua central de un parque.
Ocho meses después de su muerte, cuando el texto obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, me insinuaron por primera vez que escribiera su biografía.
Durante más de cuatro años hui de esa responsabilidad, abrigada en la excusa de que no había cómo hacerle homenaje a la vida de un hombre de esa dimensión. Sin embargo, como si luchara contra mi temor a sumergirme en la singularidad de un personaje tan complejo, continuaba leyendo sus escritos, artículos periodísticos sobre él y, por supuesto, no dejaba de mencionarlo, pues el legado más entrañable que recibí de Carlos Gaviria Díaz fue la cercanía de su familia y del mejor amigo de sus últimos años, Rodolfo Arango Rivadeneira. Mientras una parte de mí se negaba a escribir, la otra “entrenaba” posibilidades de narración entre constantes lecturas de perfiles escritos por Gay Talese, Leila Guerriero, Bertrand Russell, Stefan Zweig o biografías como las de Simone de Beauvoir o la de Samuel Johnson, conocido como el padre del periodismo cultural, libro que pertenecía a la biblioteca de Carlos Gaviria y que su viuda, María Cristina Gómez, me regaló antes de donar todos sus libros a la biblioteca central de la Universidad de Antioquia, la misma que hoy lleva su nombre.
Mi ejemplar de La vida de Samuel Johnson (1791), escrita por James Boswell, conserva los subrayados y anotaciones del puño y letra de su dueño original. Todavía hoy, cuando leo el segundo párrafo de la obra, siento que Carlos me habla: “Si el doctor Johnson hubiera escrito su propia vida conforme a la opinión que él mismo había manifestado, es decir, que la vida de todo hombre está mejor si la escribe él mismo; si en la conservación de su propia historia hubiera empleado esa claridad en la narración y esa elegancia en el lenguaje con las que él embalsamó a tantos personajes eminentes, probablemente el mundo habría tenido el ejemplo más perfecto de biografía que jamás se haya expuesto”.
Carlos Gaviria con sombrero mariachi / Foto: archivo Gaviria Gómez.
Una noche de septiembre de 2019, a la salida de la Fiesta del Libro de Medellín, en una pequeña pizzería artesanal del centro de la ciudad, accedí a la propuesta del editor de Planeta, Andrés Grillo. Lo que ahora evoco como un momento de debilidad (¿o de vanidad?), fue un llamado para dar orden al relato que llevaba cinco años escribiendo en mi cabeza. Tras aquel “sí” temeroso, la segunda gran decisión fue proponerle a Santiago Pardo, abogado experto en constitucionalismo, que se dedicara a un solo capítulo: el paso de Gaviria por la Corte Constitucional.
La entrevista que más busqué, con disciplina, paciencia y estoicismo (entre los años 2014 y 2020) fue la de José Heliodoro Rubio, “Lolo”, el guardaespaldas de Carlos durante 23 años.
En medio de la investigación documental y cuando ya estaba muy avanzada la reportería, el escritor Héctor Abad Faciolince (gran amigo de Carlos) me advirtió: “Cuando se escribe una biografía hay que elegir entre ser buen biógrafo o buena persona”. Desde ese instante dejé de dormir bien; en las madrugadas, retumbaba en mi cabeza la voz del personaje como si oprimiera un “Play” simultáneo a las horas y horas de entrevistas que almacené de nuestras conversaciones, no solo para el perfil de la revista, sino para diversos programas radiales que había grabado con él. Cuatro testimonios cambiaron el rumbo del libro puesto que develaron ante mí a un Carlos inesperado, frágil, vulnerable, muy humano: el de su hijo Juan Carlos, sus amigos Clemencia Hoyos y Rodolfo Arango, y una antigua integrante de su equipo de trabajo legislativo en el Congreso de la República. Respeté con rigor los apartes de las charlas “off the récord” por petición de las fuentes, y con esos hilos que jalé hasta desenredar las madejas tejí la narración.
… hoy, el Congreso de Colombia sigue discutiendo la eutanasia, el consumo mínimo de drogas y el aborto, puertas abiertas gracias a las sentencias y los salvamentos de voto de Gaviria en la Corte Constitucional.
Bajé al monumento de su pedestal para mirarlo a los ojos, mis letras cargaban con el peso de la historia de un país que insiste en estigmatizar las libertades ciudadanas, y con el del legado de Gaviria en el debate público: hoy, el Congreso de Colombia sigue discutiendo la eutanasia, el consumo mínimo de drogas y el aborto, puertas abiertas gracias a las sentencias y los salvamentos de voto de Gaviria en la Corte Constitucional. El libro de no ficción El Hereje: Carlos Gaviria (Editorial Planeta, 2020) puede ser, para un lector desprevenido, un ejercicio de periodismo literario, de investigación y contraste de fuentes testimoniales y documentales. Para otros, con toda certeza, un texto incompleto: dudo que exista una biografía absolutamente fiel, total, justa. Cuando Boswell escribió sobre “el ejemplo más perfecto de biografía que jamás se haya expuesto” imaginaba una utopía literaria antes que una posibilidad narrativa.
Pero es que jamás pretendí seguir el camino de una biografía, sino el de la mirada periodística y literaria de un intelectual. Para mí, como autora, escribir esta historia significó sumergirme en la existencia del personaje público para aventurarme a lo inexpugnable, a lo verdaderamente humano.
En la medida en que corría el velo, enfrentaba decisiones muy difíciles en cuanto a la aproximación a la privacidad de Carlos: hice el ejercicio de observar como quien se asoma por una ventana con las cortinas abiertas, como el gato que salta sobre los tejados y alcanza a ver detalles que otros no pueden. Entre mis fuentes hubo quienes me permitieron entrar a mundos íntimos que consideré de la esfera estrictamente secreta: esos apartes de testimonios morirán conmigo… y no solo por honrar aquello de que “un muerto no se puede defender”.
Fotografía de Carlos Gaviria y Ana Cristina Restrepo / Foto: Diego González.
Una de mis entrevistadas me condujo por los vericuetos de su memoria y, después de días de música, imágenes vívidas y recuerdos recuperados, decidió dar marcha atrás y desaparecer las confidencias que depositó en mí sobre su relación sentimental con el protagonista de mi narración. Todas las posibilidades humanas que me habitan —la esposa, la mamá, la hermana, la hija, la amiga, la periodista, la mujer— aceptaron ese pacto de olvido. Carlos Gaviria Díaz recitaba de memoria el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Escribir la vida de alguien implica advertir los límites del lenguaje y del mundo que configuramos con él.
La entrevista que más busqué, con disciplina, paciencia y estoicismo (entre los años 2014 y 2020) fue la de José Heliodoro Rubio, “Lolo”, el guardaespaldas de Carlos durante 23 años. Solemos limitar la figura del escolta a la de un guardián físico, aquel que se arriesga por cuidar a otro, pero la protección real es la que se extiende a la intimidad y lo convierte en testigo excepcional de una vida. Escribo estas líneas el mismo día del funeral de “Lolo”, un retrato a mano alzada de la lealtad: falleció el 19 de noviembre de 2020, a los 65 años, de covid-19.
En medio de la investigación documental y cuando ya estaba muy avanzada la reportería, el escritor Héctor Abad Faciolince (gran amigo de Carlos) me advirtió: “Cuando se escribe una biografía hay que elegir entre ser buen biógrafo o buena persona”.
Repaso algunos pasajes del libro de Boswell, todavía con la etiqueta de €39 de la Casa del Libro, mientras oigo la banda sonora de “El Hereje”, una lista colaborativa de Spotify creada con la música favorita de Carlos. Su familia y amigos incluyeron desde sonatas de Beethoven hasta tangos de Roberto Goyeneche, pasando por Joan Manuel Serrat. El otro tono de la historia, el de la narración, fue una epifanía desde la memoria y la risa y las lágrimas de Alba Luz, una de las hermanas mayores de Carlos.
Carlos Gaviria Díaz fue un hereje no solo porque así lo describió su amigo Rodolfo Arango o porque así tituló una de sus pocas obras escritas (su legado es esencialmente oral) ‘Sentencias: herejías constitucionales’, sino porque su vida fue una negación de los dogmas. Lo suyo era la curiosidad, hacerle preguntas al mundo a la manera de Sócrates, su personaje más admirado.
Siempre lo llamé Carlos, como él me pidió alguna vez en su biblioteca; pero solo al escribir su vida logré mirarlo a los ojos… y entender el costo de escribir con libertad la vida de un hombre libre.