Relatto | El cuento de la realidad
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En ocasiones, cuando bailo salsa en Buenos Aires mi cuerpo se atasca. Siento en mis piernas la torpeza de quien camina en unos tacones muy altos por primera vez y en mi cadera la presión de un yeso ajustando los huesos. Parece que en esta ciudad para bailar salsa hay que tener un estilo, pertenecer a una corriente: Los Ángeles, cubano, Las Vegas.

Para mí el estilo es algo propio, que se lleva adentro y sale, en el baile, por cada parte del cuerpo, no algo que se aprenda de memoria. 

Si me preguntan: “¿Qué estilo bailás?”.

“El de mi familia”, respondo. 

En Colombia el baile de la fiesta no se aprende por estilos o en academias. No hay técnicas para disfrutarla. Tal vez por eso, mi cuerpo en Buenos Aires no fluye y siento que me quitan lo único que puedo llamar mío en esta ciudad que a veces me resulta lejana. Tal vez por eso, me siento extraña bailando con un argentino. 

La primera noche que me sentí atascada en la salsa en Buenos Aires fue en un bar en el barrio de Almagro: estaba en medio de gente que bailaba en pareja, y quería llamar la atención de algún hombre. No podía concentrarme en la canción que sonaba, sino en aparentar estar bien con el hecho de bailar sola y en intentar mostrar en mis caderas eso que llaman sabor y que yo, por ser de donde soy, debo tener.

Un hombre se acercó, por el acento supe que era argentino. Empezamos el baile. El instante de titubeo para ponernos de acuerdo se alargó. No pudimos coordinar: si él bailaba de frente, yo lo hacía de lado. Si él bailaba al ritmo de las trompetas, yo lo hacía al del timbal. Entonces, decidió explicarme cómo hacer.

A mí, que muevo los hombros desde los ocho meses, me dio órdenes de qué mano sacar en los giros. 

A mí, colombiana, me quiso enseñar a bailar salsa. 

Migrante en una fiesta de salsa

***

En Colombia el baile de la fiesta no se aprende por estilos o en academias. No hay técnicas para disfrutarla. Tal vez por eso, mi cuerpo en Buenos Aires no fluye y siento que me quitan lo único que puedo llamar mío en esta ciudad que a veces me resulta lejana.

Nací en la ciudad de Pasto, al sur de Colombia, pero viví en Bogotá desde los cuatro años. A los diez mi papá se fue de la casa con otra mujer y mi prima, Ana Mireya, que era mayor, me curó la tristeza enseñándome a bailar el género musical que heredé de él: salsa. A mi papá la escapada le duró un año, cuando volvió compró algunos electrodomésticos, supongo que era su manera de pedir perdón. Entre lo nuevo traía un equipo de sonido con lector de CD y algunos compactos de salsa. Salsa, siempre salsa.

El año que no estuvo mi papá, yo perfeccioné mi estilo de baile con las clases de mi prima: horas de salsa en cassette en las que me hacía descalzar, pararme sobre sus pies y seguir el ritmo de la clave. Ensayábamos en la sala del apartamento. Corríamos la mesa del comedor a un costado para tener espacio y bailábamos. Yo detrás de ella imitaba sus pasos, intentaba un arrastre doble de pies al ritmo de alguna charanga.

Mi prima me había ayudado a distraerme de la decepción por la ausencia de mi padre a punta de baile, y también me estaba preparando para la adolescencia. Porque en Colombia socializamos bailando. De chicos aprendemos los pasos básicos de la salsa, el merengue y el vallenato. Yo, además, en la salsa, en sus letras y melodías, tengo una memoria, una vuelta a las alegrías, a los sinsabores.

A mi papá la escapada le duró un año, cuando volvió compró algunos electrodomésticos, supongo que era su manera de pedir perdón.

Una noche estaba en una de esas fiestas de barrio que hacen para que los vecinos se conozcan entre sí, donde adultos y adolescentes festejan en un mismo lugar. Mi papá ya estaba de vuelta y estaba con mi mamá y sus amigos en un costado, yo con los míos en otro. Tenía 11 años y estaba experimentando lo que era una fiesta, ya no solo con familia, estaba con mis amigos. En algún instante sonó “Amor y control” (1992) de Rubén Blades, una canción de salsa que le gustaba a mi papá por el mensaje, ese que dice que, a pesar de las desgracias, las familias deben permanecen unidas. Atravesé el salón para sacar a bailar a mi papá. Él se negó. 

Dos años antes, la madrugada del domingo 28 de septiembre de 1997 me habían despertado el llanto de la abuela y la voz de mi papá diciendo: “mataron al negro”, “mataron al negro”. 

El negro era Aníbal, el hermano menor de mi papá, que estaba por cumplir los 21 y vivía con nosotros desde hacía seis años. Cuando entendí que el muerto podía ser Aníbal, salí de la cama corriendo al cuarto de mis papás. Supongo que pensé que allá se resolvía todo. Agarré la Biblia y empecé a leer un salmo que mi mamá tenía subrayado: el 91. Recuerdo haberlo leído con eso que llaman Fe. Pensaba que cuanta más Fe le pusiera a la lectura, más posibilidades habría de que Aníbal estuviera vivo. 

Mi Dios, en él confiaré. Y él te librará del lazo del cazador: De la peste destruidora. Con sus plumas te cubrirá, Y debajo de sus alas estarás seguro.

Mientras tanto, mi hermano, que también había ido a la habitación de mis papás, le pegaba puños a la cama y repetía una pregunta: “Huevón, ¿Por qué se dejó matar?, ¿Por qué se dejó matar?”

La noticia la había llevado el celador del edificio. Esa historia, que repetiríamos en la familia varias veces, relata que mi papá le había abierto la puerta y él le había dicho sin preámbulo: “Don Édgar, mataron a su hermano y está afuera, tirado”. Ahí fueron los gritos y la confusión. Mi papá fue el primero que hizo el ejercicio de salir y ver. No tardó. Cuando regresó dijo lo que no queríamos oír: “Es él, es él”. Y en el mismo tono, pero dirigiéndose a la nada: “Mataron al negro”. 

Cuando entendí que el muerto podía ser Aníbal, salí de la cama corriendo al cuarto de mis papás. Supongo que pensé que allá se resolvía todo.

Estaba tirado en la calle, lo mataron saliendo de una fiesta. Tenía 21 años. Lo mataron porque sacó a bailar a la novia de alguien. Ésa fue una de las versiones que tiempo después oiríamos. Lo mataron por bailar con quien no debía. Por bailar lo mataron.

Luego, yo me puse las chanclas y salí corriendo, sentía que no iba a llegar, que su cuerpo se alejaba, hasta que lo vi. Tenía los brazos cruzados. En algún momento los de Medicina Legal le quitaron la camisa y vi las dos heridas en su pecho: eran dos aberturas que habían hecho con un puñal, una atravesó el corazón, la otra, un pulmón. Había alcanzado a caminar dos calles, lo sabemos por el rastro que había dejado su sangre. Fue el papá de su amigo el que lo encontró, pensó que estaba borracho y lo iba a levantar. No supo cómo dar la noticia, así que le dijo al celador que la comunicara.

Mis papás recrean la historia con posibilidades que alteran el desenlace: si hubiera ido al concierto que lo invitaron, si se hubiera quedado con la novia esa noche, si ellos le hubieran restringido más las salidas a fiestas. En casa, veintidós años después, la canción “Amor y control” sigue recordando las tragedias, la muerte de Aníbal y una nueva: nueve años después de Aníbal, mi abuela paterna murió de cáncer, aunque mi papá dice que más que de cáncer fue de pena moral por la pérdida del hijo.

El último recuerdo que tengo de Aníbal antes de su muerte debió ser un instante breve, pero en mi cabeza pasa lento. Yo iba de salida y mientras cerraba la puerta del apartamento, lo vi apoyar su mejilla en el palo de la escoba que sostenía con ambas manos, su piel morena, su sonrisa blanca, sus pelos crespos. Yo iba a mi primera fiesta. La había organizado el club de fútbol del barrio en el que jugaba mi hermano, reunían fondos para los uniformes. Como iba a estar Diego, el chico que me gustaba, me había puesto mi mejor ropa: un pantalón de bota campana beige y una blusa naranja. Me despedí de Aníbal agitando la mano. No le di un beso porque mi hermano ya había salido y tenía que alcanzarlo.

Decoración de una fiesta clandestina.

***

Tenía 21 años. Lo mataron porque sacó a bailar a la novia de alguien. Ésa fue una de las versiones que tiempo después oiríamos. Lo mataron por bailar con quien no debía. Por bailar lo mataron.

Los detalles de ese día, de esa noche, los reconstruyo de manera minuciosa, como si al hacerlo pudiera, tal vez, encontrar el error, el preciso instante del horror y así evitarlo. También hay otras escenas fragmentadas en las que imagino cómo sucedió: él, camisa gris, estirando la mano para sacar a bailar a una mujer. Él, abrazando por la cintura a esa mujer. Su rostro apoyado en hombro de esa mujer. Él, volviendo a casa, chaqueta y gorra negras, mirada al piso, manos en los bolsillos, tenis Converse rojos, caminando en una noche que se me pinta nublada. Él, en el encuentro con los otros, sus ojos, negros, muy abiertos, el puñal. 

Ese día pasó a llamarse en mi familia ʻlo de Aníbalʼ y, después de ʻlo de Aníbalʼ, mis papás decidieron que debíamos mudarnos de barrio, mi hermano y yo debíamos cambiar de colegio y nuestras salidas debían ser más controladas. Reuniones con amigos en casa, salidas de día y poca fiesta hasta tarde. Los bailes de mi adolescencia para los que mi prima me había preparado los viví en fiestas que solo podía hacer en casa. Mi imagen de la noche era, entonces, la de un callejón oscuro, sin salida, con música tropical de fondo. Me daba miedo, pero me atraía. 

 ***

Pasados mis veinte años vine a Buenos Aires a estudiar, a trabajar y a vivir sin la guardia de mis padres, sin el temor de la noche en Bogotá. Pero al poco tiempo, busqué algo que me conectara con lo que había dejado en Colombia.

Fui a Azúcar en el barrio de Almagro: una discoteca de salsa decorada con palmeras de luces de neón, espejos y humo que recreaba un putiadero de los ochenta y donde sonaba salsa de la que en Colombia conocemos como rosa, motel, o salsa para hacer el amor porque tiene melodías empalagosas. Mi primer encuentro con la salsa en Buenos Aires había sido una especia de interpretación hollywoodense: neón, humo, vestidos apretados, tacones con brillantes y gente fingiendo sensualidad. 

Por un pianista, amigo de una amiga, llegué a una fiesta más familiar. Solo salsa, en vivo o programada, de la que llaman ʻduraʼ, de la que escuchaba con mi papá. Venezolanos, peruanos, colombianos se juntaron con argentinos y formaron orquestas y fiestas que se arman y se desarman, que cambian de nombre y de lugar, pero tienen el mismo fin: recrear la fiesta de allá. Dar la ilusión, por un día, por unas horas, de estar en una fiesta de familia, de barrio. Allí voy cada vez que quiero recrear la fiesta colombiana. También voy porque quiero sentir que la noche no siempre trae consigo la muerte. 

Fui a Azúcar en el barrio de Almagro: una discoteca de salsa decorada con palmeras de luces de neón, espejos y humo que recreaba un putiadero de los ochenta y donde sonaba salsa de la que en Colombia conocemos como rosa, motel, o salsa para hacer el amor porque tiene melodías empalagosas.

Hace un tiempo en una de esas fiestas bailé con un cartagenero (oriundo de Cartagena de Indias, en la costa colombiana) radicado en Buenos Aires. El costado de mi cara hacia contacto con el costado de la suya. Bailamos el uno concentrado en el otro. Bailamos por el goce. Bailamos para descubrir lo que el cuerpo puede hacer una vez está caliente, una vez está en el baile, una vez está en la salsa.

 El chico era moreno, tenía una sonrisa amplia, blanca, pelo crespo. Yo abrazaba su cuello, él mi cintura, sus manos caían en mis caderas y con una fuerza sutil, me las quebraba. Con el toque suave de sus manos, yo entendía para qué lado moverme y qué giros dar. Era un abrazo del que no quería salir. Algo en él me recordó a Aníbal. 


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