Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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He salido escopetada de Chiang Mai. Un día y medio me duró el estoicismo en esta ciudad del norte de Tailandia, principal y más poblada de la zona. Ya me estoy marchando sin posibilidad ni intención de retorno. Como si tuviera un muelle en el trasero, como los asientos eyectables de los bombarderos y el piloto hubiera apretado el botón de accionar,Julia salió disparada. Chiang Mai es una ciudad de aspecto negligente y corazón más turbio todavía. De nada le sirve albergar un casco antiguo antiquísimo custodiado por una muralla construida allá por el siglo XIII de anchas entradas enmarcadas y un foso alrededor. Es una ciudad con el corazón corrompido por la influencia occidental. No tiene alma. Si la tiene está transfigurada, un desastre, vamos. Pero le celebro la modernidad, lo cosmopolita, lo vanguardista, la audacia y el resto de conmociones bruscas en pro del experimento social. Bravo por el desmadre: clap, clap, clap

La ciudad, situada en la ribera del río Ping —sin ‘pong’, necesitaba expulsar el chascarrillo, disculpen las molestias—, el afluente más caudaloso del gran Chao Phraya, apenas puede contener tantas atracciones, tanto flujo de gentío y tanta histeria colectiva. Cuenta con la friolera de unos 300 templos budistas que con el ocaso dejan de ser centros de culto para albergar bazares donde se vende todo tipo de gangas y alimentos. Con las puertas abiertas de par en par, los templos-bazar se fusionan con los numerosos mercadillos nocturnos dispuestos estratégicamente en las calles aledañas. Si Buda levantara la cabeza probablemente pondría los ojos blancos y se encogería de hombros, como quien no puede hacer más que resignarse ante los desatinos de los imbéciles de sus pupilos. 

Parte de la muralla que rodea el centro de Chinag Mai, construida en el siglo XIII para proteger la ciudad. 

El ritmo es frenético y se dispara irremediablemente por la noche, fuera y dentro de los límites de la zona antigua. Un hervidero de personas abriéndose paso a trompicones, las unas sobre las otras, parada técnica para sacarse una selfi, vuelta a empezar. Y yo no le encuentro el gusto a eso de existir apretujados, a conocer y descubrir el mundo constreñidos, hombro con hombro con el vecino, codazo viene, codazo va, con trayectoria a mi estómago, luego a mi brazo. Noto mi bolso menudo bailando cada dos por tres con el repicar constante de los cuerpos que me adelantan demasiado cerca o se me pegan demasiado encima por la retaguardia. Y me estoy agobiando. Así no disfruto de absolutamente nada, menos de las vistas, porque no hay vistas entre tantas cabezas respingonas y cuellos de jirafa que se estiran porque tampoco ven nada. En mi cabeza retumba una frase de Bukowski: “Cuidado con aquellos que buscan multitudes”. Esto es demasiado. Solo saturación, si acaso veo saturación. Y a un grupo de unos cinco ciegos dispuestos en fila india en medio de la calle, con las rodillas pegadas al asfalto y el torso erguido. Golpean con gracia unas palanganas que hacen las veces de baterías improvisadas. Cantan armónicos mientras ladean el tronco de un lado a otro, como poseídos, a la espera de que el turista se conmueva y afloje la cartera. Un turista color rojo crustáceo y michelín de grasa prominente saliéndose por encima del cinturón acaba de aflojar la cartera después de sacarles la foto de turno a los cinco ciegos. Me tragaré mis palabras si llega el momento, pero me apuesto 500 baths tailandeses, aquí un montón de dinero y en casa apenas unos 13 euros, a que el gordito occidental no va a enmarcar esa imagen tremebunda ni colgarla en ninguna esquina vistosa del salón de su casa para enseñársela a sus amigotes: “Mira, Manolo, qué bonito es Chiang Mai”. Pero había que hacer la bendita foto, había que hacerla.

Las calles del centro de Chiang Mai se llenan de gente y puestos callejeros al anochecer. 

Hubo situaciones rescatables en Chiang Mai, claro que sí. Siempre las hay si hay disposición para caminar y caminar y, después, caminar. Vagando sin rumbo establecido, con la ciudad amurallada rebasada varias horas atrás, acabé en el barrio musulmán, celado por el minarete de su mezquita desde donde retumba la apacible llamada a la oración. Las gentes vestían en consonancia. Algunas ataviadas con burka, interpreto que mujeres, claro está, aunque afirmar esto es lo más parecido a un acto de fe, una prenda tan debatible como detestable. En Tailandia, que es un amasijo engorroso y vibrante de culturas, tribus y etnias, la minoría musulmana representa el cinco por ciento de la población. El 95 restante profesa el budismo. 

Una de las calles del barrio musulmán, donde una mujer vende comida en su puesto callejero. 

Era la hora del almuerzo y mi estómago aullaba, como el aullido de un cerdo a las puertas del matadero. Un concierto que apacigüé internándome en el restaurante más auténtico de cuantos encontré. Incurrí en la regla de oro de “come allí donde veas personas locales porque allí es”. No suele fallar, porque es allí donde se sirve la gastronomía típica, inherente a la cultura del lugar, sin florituras, ni parafernalias, por un precio aterrizado. Además, las raciones suelen ser copiosas. Te evitas así la decepción de encontrarte con un plato de comida al que le sobran tres cuartas partes del plato y le faltan tres cuartas partes de comida. Esa moda culinaria ininteligible de ‘plato grande, comida pequeña’ no hay estómago vacío que la soporte. Por dos dólares devoré uno de los mejores curris espesos con fideos de arroz y pelotas de carne, nadando todos en leche de coco, que me he embutido nunca. Imagino que los balones debían ser de ternera porque el restaurante se ajustaba a las normas de la sharia. Propiamente dicho, era un restaurante halal. Un tipo de unos sesenta años bien disfrutados, tailandés, musulmán por descarte, que debía ser un asiduo del establecimiento, se levantó de su mesa y antes de salir a la calle se pasó por mi zona a preguntarme en un inglés intachable qué me había parecido la delicatesen ingerida. Adoptó una mueca de complacencia tremenda con mi respuesta, yo todavía me estaba relamiendo. Se marchó por donde había venido dando saltitos de contento. 

Una imagen del curri con fideos de arroz y albóndigas de carne que comí durante mi paso por el barrio musulmán. 

Camino y camino y camino tratando de buscarle algún sentido a esta ciudad prefabricada. Rebaso un paso elevado sobre un canal. El cuarto o quinto, he perdido la cuenta, no sé. La pendiente del puente asciende y vuelve a descender dejándome al otro lado del arroyo. Camino y camino y camino. Experimento una sensación parecida a la turbación después de horas de caminata errática, con el sol insoportable persiguiéndome. El calor me obliga a pararme en un puesto callejero de tés helados para apagar la llamarada que albergo. Termino charlando en castellano con el tailandés treintañero que atiende el chuzo. Es particularmente caricaturesco el muchacho, de ojos inmensos pegados a una cara chata, boca ovalada con un retorcimiento del gesto entre siniestro y guasón. Echa miradas extrañas, entre aprensivas y agradables. Me cuenta que es un ‘mahout’, como se llaman los entrenadores de elefantes, y aprendió mi idioma de forma autodidacta para monopolizar a los turistas hispanoparlantes que visitan el “santuario” de elefantes donde trabaja. Es un ser muy avispado. 

El ritmo es frenético y se dispara irremediablemente por la noche, fuera y dentro de los límites de la zona antigua. Un hervidero de personas abriéndose paso a trompicones, las unas sobre las otras, parada técnica para sacarse una selfi, vuelta a empezar.

El tema de los elefantes es bastante controvertido. Los llaman “santuarios” pero muchos son centros de alto rendimiento, como los que concentran a los deportistas de élite, donde privan de libertad a estos bichos honorables, adheridos a una trompa y un par de orejotas bailarinas, por y para el deleite del turista inconsciente. O por y para aquellos crédulos que se comen el cuento de que los animales pronto serán devueltos a su habitat natural. Pero una cosa es insistirle a la gente de que haga lo correcto y otra muy distinta es que lo ponga en práctica, porque la postal de turno al lado del elefante queda perfecta en la mesita del salón o en el perfil de Tinder, había que hacerse la maldita foto.

— Pero eso no es cierto, ¿verdad?  Vosotros no liberáis a los elefantes nunca, ¿verdad?

— No. Yo trabajo con una elefanta desde hace diez años y ahí se va a quedar. Porque los elefantes también tienen que trabajar. Ella tiene un programa de actividades que debe cumplir. Pero yo la cuido, la quiero mucho. Ya está vieja, ¿sabes? Cuando me marcho a mi aldea a ver a mi familia, me hace mucha falta. Pero sí, tiene que trabajar porque el santuario necesita dinero y los ‘mahout’ tenemos que cobrar. 

—¿Les pegáis?

— No. Bueno, a ver, les entrenamos. A veces hay que utilizar ‘cosas’ para que obedezcan. Pero yo no maltrato a mi elefanta.

— Cosas, ¿qué cosas?

— Bueno, fustas, a veces cadenas, esas cosas. Son animales obstinados, son muy fuertes, pero no maltrato a mi elefanta, yo la cuido, la quiero mucho, ¿sabes?

Más allá de los límites de la ciudad amurallada, se pueden encontrar estampas más costumbristas en torno a los caudales del río Ping.

En un momento de la conversación, el ‘mahout’ se sacó de la manga un plato con una pieza de fruta de la pasión partida por la mitad junto con un tarrito de miel. Me la da a probar mientras observa curioso mi reacción. Tuve una explosión de sabores brutal en la boca, con la miel dulzona calibrando el potente acido que desprendía el pequeño fruto del color de la berenjena e interior granulado, cronch, cronch, cronch, nadando en un mar gelatinoso. Un tipo curioso aquel, como la fruta.

Como les decía, ya me estoy marchando de la edulcorada Chiang Mai. Cogí mi macuto obeso, me lo endosé a la espalda y me marché de sopetón una buena mañana, con el desayuno todavía revolviéndose en el estómago, apenas un día y medio después de llegar. Chiang Mai no aguanta una segunda intentona.

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