Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Dolores estudió Letras y escribe para un diario importante, vive en su departamento en la capital de Buenos Aires y comparte la vida con un hombre que, según ella, tiene casi como principal defecto que se está quedando sin pelo. Por lo demás, parece una buena pareja para esa labor de ir juntos día tras día. 

Dolores tiene treinta y ocho años. Y como si el radar de su pasado estuviese descompuesto, como si los recuerdos la embistieran con la potencia de lo recién vivido, cuando Dolores tiene que hablar de sí misma vuelven de ese ayer, una y otra vez, los retratos humillantes que hacían de ella sus antiguos compañeros de colegio. Descalificaciones que ella perpetúa cada vez que mide su talento, su belleza, sus logros, sus condiciones: cada vez que se mira y se evalúa por fuera y por dentro. Una mujer sin gracia. Una mujer en falta. Una mujer incompleta. Lo que cualquiera desmentiría, lo que nadie diría de ella, ella lo dice de sí con un rigor implacable que sabe a castigo.  

Y como si el radar de su pasado estuviese descompuesto, como si los recuerdos la embistieran con la potencia de lo recién vivido, cuando Dolores tiene que hablar de sí misma vuelven de ese ayer, una y otra vez, los retratos humillantes que hacían de ella sus antiguos compañeros de colegio.

Hace poco escribió un relato sobre el miedo. El texto comenzaba diciendo: Yo no estoy maldita. Luego repasaba el diario de su niñez, de adolescencia y los años más recientes; reparaba en los males que había sufrido cada vez que rechazó los designios de su familia; en el texto buscaba convencerse de que no pesaba sobre ella una maldición nacida en su rebeldía. Cosas normales como haber querido festejar su cumpleaños número quince con una fiesta, elegir una carrera distinta a la que su padre deseaba, mudarse lejos del barrio de su familia. Cada hito le provocaba un daño físico; un daño también al alma de Dolores. Una familia, viejos compañeros y un núcleo íntimo de amigas unidos en un coro fantasmal y enjuiciador que desde niña parece haberle tendido un cerco y vaciado su confianza. Es como si una parte de Dolores estuviera arrinconada en algún lugar remoto, un rincón que guarda una trampa de espejos tristes que desfiguran su imagen y deforman su fe. Aun así, la protagonista de los textos de Dolores —es decir, Dolores— es una mujer que no escribe guiada por la queja; no hay en Dolores una víctima que reclama: apiádense de mí.  Dolores escribe con saña revelando el modo en que unos hechos y dichos, aún sin ser extraordinarios, pueden llegar a impregnar un daño que no se aplaca ni agota con el pasar del tiempo. La desnudez con que Dolores exhibe su vulnerabilidad parece una invitación —o un permiso— para que el lector pueda hurgar también despojado de toda vergüenza en sus propios espantos y obsesiones; Dolores muestra y se retira del texto sin que el sacrificio de revolver en esas partes amargas de su vida depare para ella ningún tipo de redención. Ni hacia atrás y tampoco hacia el futuro. Porque Dolores también muestra su miedo a volverse vieja con la impiedad de lo inminente; en sus textos dice que estaría dispuesta a morir a los 60 años con tal de no asistir a su propio derrumbe. Pero no es una cosa sencilla disponerse a morir. Y lo más probable es que, a pesar de todo lo que traen los años, Dolores jamás quiera morir; y lo más probable es que Dolores no esté maldita por nada de lo que ha hecho en su vida. Tal vez, la única maldición a la que hay que temerle —y pesa sobre cada uno de nosotros— es esa que nos deja quietos observando cómo esos coros fantasmales y enjuiciadores del pasado depredan las horas irrepetibles del presente. Las horas que son sólo de Dolores y por única vez.

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