Relatto | El cuento de la realidad
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Durante su adolescencia en Hong Kong, Bruce Lee era un matón de barrio que se agarraba a trompadas en el colegio, en la calle o en las competencias clandestinas de artes marciales. “Era un punki, salía a buscar pelea −contó años después, cuando ya era una celebridad−. Usábamos cadenas y bolígrafos en los que escondíamos navajas”. 

Desde chico había manifestado una agresividad mortífera en su forma de pelear, combinada con una velocidad invisible al ojo humano y una precisión de colibrí en sus movimientos. Y un carácter volcánico. En 1959, durante un combate organizado por la escuela de kung-fu a la que asistía desde niño, un rival le lastimó un ojo con un golpe fuera de reglamento. Bruce Lee le pegó hasta dejarlo inconsciente, con todos los dientes partidos.

A su padre, cantante y actor de una compañía de ópera cantonesa, le preocupaba que la fruición por la violencia de Bruce le trajera problemas con la policía o la mafia. En el barrio ya lo tenían en la mira porque había noqueado a un par de hijos de personas influyentes. Cuando cumplió 18 años, su padre le puso cien dólares en el bolsillo y lo mandó a vivir a Estados Unidos. 

Bruce había nacido en el Chinatown de San Francisco, en 1940, durante una gira internacional de la compañía en la que trabajaba su padre, pero a los tres meses había regresado a Hong Kong. De niño había alcanzado algún éxito como actor infantil, apadrinado por los contactos familiares en el cine hongkonés, pero después había empezado a callejear y meterse con pandilleros. 

Cuando llegó a Estados Unidos, a principios de los sesenta, el movimiento negro hacía temblar al segregacionismo blanco. Los inmigrantes chinos como Bruce, en cambio, componían el mito de la “minoría modelo”, aquella que se suponía que los negros debían tomar como ejemplo: se decía que los chinos eran callados, trabajadores, sumisos. No había asiáticos famosos ni estrellas de cine. Si se hacía una película sobre el líder mongol Gengis Kan, la protagonizaba John Wayne. 

Mientras trabajaba en un restaurante chino, Bruce Lee hacía dinero extra como profesor particular de kung-fu. Enseñaba una técnica mixta, adaptada a cada luchador, que combinaba la forma tradicional con variantes marciales modernas. “No creo en los estilos”, decía, pero su estilo era inconfundible: el repiqueteo hipnótico y liviano sobre el piso; los chillidos agudísimos e intimidantes que precedían a sus ataques, y que parecían provenir de profundidades inexistentes en cuerpos normales; la tensión extrema en cada nervio, cada vena, cada tendón para cada patada, cada codazo, cada golpe, todos lanzados a frecuencia y ritmo exactos, como medidos con un metrónomo; la facilidad displicente con que se defendía de las piñas rivales, a las que repelía con una sola mano, como si espantara moscas.

Bruce Lee, en una de sus cinematográficas maniobras.

Se enamoró de una chica blanca, se mudó con ella a Seattle y fundó su propia escuela. Daba clases a estadounidenses, lo que atentaba contra las costumbres de la comunidad china. Las familias tradicionales del Chinatown le reclamaron que desistiera, y como se negó, lo retaron a un duelo con otro luchador para definir el asunto. El combate duró tres minutos. Su rival entró en pánico cuando lo tuvo cerca, y se rindió apenas Bruce lo tomó por el cuello y lo apretó con una fuerza de otro mundo. “Él realmente quería matarme”, recordaría su oponente tiempo después.

Bruce Lee siguió con su negocio, prosperó, se casó, tuvo dos hijos, fundó más escuelas en más estados. En 1964, participó de una exhibición de artes marciales en California de la que hay registro fílmico: con la palma de su mano, Bruce golpea en el pecho a un hombre y lo expulsa varios metros hacia atrás, y el cálculo es tan perfecto que el hombre cae justo un par de milímetros antes de sobrepasar el borde del tatami. Su esposa, Linda Cadwell, ha descrito a Bruce Lee como un “genio cinético”, un intérprete fenomenal de todas las leyes de la física.

La presentación en California sirvió de algo. Entre el público había un peluquero de actores que, impresionado, le presentó a un productor de Hollywood. Lo llamaron para una audición. También hay registro de esa primera prueba de cámara en Estados Unidos: vestido de smoking, Bruce habla de filosofía oriental y sonríe confiadamente a cámara al mismo tiempo que lanza patadas y puñetazos como dardos de titanio. Su carisma televisable resultaba tan natural como su talento para las artes marciales. Era una máquina de fulminar adversarios, un fusil humano de alta precisión, con los atributos estéticos de un galán de telenovela: la piel tostada, los pómulos angulosos, la dentadura brillante, el pelo tupido y tan azabache como sus ojos no tan rasgados, la musculatura de un fisicoculturista que no necesita anabólicos.

Lo convocaron para el papel de Kato, asistente personal y chofer del Avispón Verde, un héroe enmascarado que combatía al crimen de la gran ciudad. En el guión original, Kato era básicamente un empleado de servicio, un personaje sin líneas de diálogo propias. En 1966, Bruce escribió una carta a la producción de la serie: “Kato debería ser un compañero activo del Avispón Verde y no un seguidor mudo. No me quejo. Pero siento que eso haría surgir a un Kato más eficiente. Mi objetivo es mejorar el espectáculo”. No sólo logró que le dieran diálogos, sino que Kato se convirtió en uno de los mayores atractivos del programa. El personaje de Bruce, un todoterreno con tanta habilidad para reparar un auto como para lanzar patadas voladoras, llegó a ser una pieza indispensable del Avispón Verde, de un modo parecido al que Robin había llegado a serlo en Batman.

Era una máquina de fulminar adversarios, un fusil humano de alta precisión, con los atributos estéticos de un galán de telenovela.

Pero Hollywood seguía tratándolo y pagándole como a un extra. Después de El Avispón Verde, consiguió algunos papeles secundarios y algunos como doble de riesgo. Nunca obtuvo un protagónico, o mejor dicho, rechazó los pocos que le ofrecieron porque le parecieron estereotipos denigrantes, alineados con la idea del chino manso y servil.

Las cosas empezaron a ir mal. Demasiado trabajo por poco dinero, problemas para mantener a su familia, la muerte de su padre, una lesión en una vértebra que lo dejó postrado por varios meses, ensayos mediocres −aunque publicados− de escritura filosófica. Y una traición que interpretó como señal. En 1971, le llevó una idea propia a Warner Brothers, sobre un monje shaolin que huía de China a Estados Unidos. Warner tomó la historia y la transformó en la serie Kung fu, pero le dio el protagónico a un actor estadounidense, David Carradine. Los productores admitirían años más tarde que habían excluido a Bruce porque un protagonista asiático suponía demasiado riesgo comercial. Sus amigos recuerdan que quedó devastado, aunque en público se mostró impávido: “No los culpo. En Hong Kong es igual, si un extranjero llega y se transforma en estrella… si yo fuera el dueño del dinero, tal vez me preocuparía sobre la aceptación”. 

Estatua de Bruce Lee en Foshan, China.

Sintió que ya había sido suficiente, que era momento de volver a casa. Destratado por Hollywood, regresó con su familia a Hong Kong. Tenía 31 años y retornaba a su tierra sin saber que lo recibirían como a un hijo pródigo: la serie El Avispón Verde se había transmitido en su país rebautizada como Kato, y el personaje de Bruce se había convertido en ídolo televisivo de niños y adultos. Una multitud de fans le dio la bienvenida en el aeropuerto. En Hong Kong, Bruce Lee ya no era el compadrito pendenciero de la adolescencia, sino el único actor chino que había llegado a ser alguien en la pantalla occidental, alguien con quien sus compatriotas podían identificarse. 

Durante los dos años siguientes, filmó tres películas de artes marciales con producción hongkonesa que lo consagraron como la máxima estrella cinematográfica de Oriente. Karate a muerte en Bangkok y Furia oriental lo encontraron en su mejor forma física, su momento marcial más espectacular, adornado además con el uso del nunchaku, un arma terriblemente difícil de manejar que él introdujo en el cine como otro de sus toques distintivos. Las dos películas batieron récords de taquilla y lo invistieron del prestigio que necesitaba para su próximo desafío: escribir y dirigir una película propia, El furor del dragón, estrenada en 1972 y considerada como su obra más personal. Bruce se dio el gusto de incluir en la película a Chuck Norris, el más respetado luchador occidental de kung-fu, quien había sido su alumno y a quien enfrenta y derrota en la escena final, en un combate antológico en el que Lee estrangula a Norris y luego tiende respetuosa y delicadamente su cuerpo sin vida sobre el piso.

La última de sus películas, Operación Dragón, se filmó casi íntegramente en territorio chino pero fue producida por Warner, que había vuelto a interesarse en Bruce luego de su regreso triunfal a Oriente. Operación Dragón cuenta la historia de Lee, un combatiente shaolin de inquebrantable conducta ética que se infiltra en la isla privada de un maestro marcial corrupto, el abyecto señor Han, para desenmascararlo y liquidarlo. La película se estrenó en Estados Unidos en 1973. Seis días antes, el 20 de julio, cuando tenía 32 años, Bruce Lee sintió una migraña espantosa mientras conversaba con una amiga en su departamento. Tomó un analgésico. Poco después, se desmayó y entró en coma. Murió ese mismo día en un hospital de Hong Kong. 

Bruce Lee sintió una migraña espantosa mientras conversaba con una amiga en su departamento. Tomó un analgésico. Poco después, se desmayó y entró en coma. Murió ese mismo día en un hospital de Hong Kong. 

Aunque las causas orgánicas de su muerte, de la que hoy se cumplen cincuenta años, aún son motivo de debate médico, la autopsia dictaminó que un componente del analgésico le había desatado una reacción hiperalérgica que le había provocado un derrame cerebral (veinte años más tarde, el hijo de Bruce, el actor Brandon Lee, moriría a los 28 años por un disparo accidental durante un rodaje: a partir de entonces, las muertes prematuras y trágicas de padre e hijo alimentarían el mito de una “maldición” en la familia Lee).

Bruce murió sin saber que Operación Dragón, tan hija como él mismo de la cruza improbable entre dos civilizaciones, recaudaría más de 500 millones de dólares en el mundo y le abriría las puertas a la fama global. Sólo después de muerto, Bruce Lee ascendió a eterno ícono pop. Occidente por fin lo reconoció como lo que él siempre había querido representar en pantalla: no el chino tranquilo, no el chino sosegado, sino un héroe letal e infalible, capaz de despedazar a cualquiera con sus propias manos.

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