Relatto | El cuento de la realidad
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Dirigida con apenas oficio y sin nada de genio por Marc Webb –a quien le debemos dos taquilleras cintas de Spider-Man con Andrew Garfield y Emma Stone–, Blanca Nieves es penosa de ver, un película que predica virtudes de autoafirmación e independencia mientras se tambalea bajo el peso de su propia inseguridad. Es, además, un claro producto del Hollywood de la era Biden atrapado en el callejón oscuro de la matonería contra todo lo “woke” que propugna la era Trump.

Por un lado, se siente el bajón cuando comparamos lo que hacen Rachel Zegler y Gal Gadot versus lo visto en Wicked, parte 1, una cinta por la que nadie protestó cuando se llevó varias nominaciones al Óscar, para el mismo filme por Mejor Película y por los méritos de sus actrices como Mejor Actriz (Cythia Erivo) y Mejor Actriz Secundaria (Ariana Grande). Al final, se llevó Mejor Diseño de Vestuario y Mejor Diseño de Producción.

Blanca Nieves tiene negado de plano aspirar a esas alturas. Sus actrices no brillan sino que desentonan en cada escena. Las canciones son rellenos sin alma. Carecemos de momentos memorables. Es una cinta deficiente y mal planteada, con incoherencias y desaciertos conceptuales, actorales, musicales, visuales, de dirección y de producción que intenta ajustar el lenguaje del taquillazo original Blanca Nieves y los siete enanitos de 1937 –sobre cuyo éxito se erigió el imperio Disney– a las sensibilidades progresistas de la era George Floyd y #BlackLivesMatter de 2019 (cuando empezó a gestarse su producción) para terminar estrellándose contra el muro de la intolerancia conservadora del Estados Unidos de 2025. 

Un problema es que estamos ya demasiado lejos de lo que nos contaron originalmente Jacob y Willhem, los Hermanos Grimm (autores de la historia), tanto que se perdió la esencia –o al menos, la alteraron ante nuestros ojos. Figuran, sí, Blanca Nieves (Zegler), la Reina Malvada (Gadot) y los Siete Enanos (creaciones digitales poco convincentes y bastante anómalas). Pero se perdió el Príncipe a favor de una especie de Robin Hood de menor nivel en la escala social, aún cuando nuestra Blanca Nieves se convierta en el tercer acto en una especie de sindicalista al estilo de una Norma Rae (1979) con Sally Field (el enfrentamiento “climático” tiene tanto de este filme o acaso del careo final entre Voldemort y Harry Potter), o en la vida real, recuerda a una lideresa joven, progresista y de tez canela como Alexandria Ocasio-Cortez. Claro, aquí la Blanca Nieves es una princesa, literalmente es de la realeza: ella no busca alterar el orden social sino preservarlo sacando del trono a la Reina Malvada, aspira a reinar con “firmeza-bondad-verdad-valor”. Algo así como El retorno del rey, pero con animalitos del bosque saltarines y de ojos enormes. 

Hablando de Tolkien, las cosas pudieron ser mucho mejor con los enanos: si hablamos de un ‘live-action’ (acción REAL) de Blanca Nieves ¿qué sentido tiene generar estos personajes clave por computadora? Peter Jackson demostró lo bien que se pueden representar hobbits y enanos mineros en la pantalla grande; por último, se pudo recurrir a muñecos más interesantes firmados por discípulos de Jim Henson –las criaturas de un Laberinto (1986) hasta hoy son respetables, mientras que los enanos de Blanca Nieves, con sus proporciones anómalas, expresiones irregulares y sus miradas perdidas, son la definición misma de ‘cringe’. 

No esperen tampoco respeto a tonadas clásicas como “Heigh-ho”, ¡estos enanos no saben silbar!, ni menos hilación de los hechos: un bosque hermoso y mágico se convierte en infernal y pesadillesco en segundos, sin explicación alguna. El célebre vestido de Blanca Nieves permanece sin mácula durante medio filme y su corte de cabello –apegado a las modas del tiempo de la versión animada, hace 90 años– es un dolor al ojo aparte. ¿Química con Jonathan (Andrew Burnap), el rebelde del bosque? Nula. Acá ni hay chispas ni menos fuego entre ambos. Como premio consuelo, me gustó ver a Hadley Fraser, un buen intérprete de Broadway en el breve rol del Rey Bueno (mírenlo como el pedante Vizconde Raoul de Chagny en El fantasma de la ópera, en la versión por el 25 aniversario). Pero no hay mucho más.

Carente de vida y repleta de malas ideas, Blanca Nieves es un ejemplo de cuánto puede arruinarse una historia cuando, en su afán por actualizar lo clásico para una audiencia contemporánea, la película olvida lo esencial: la emoción genuina. ¿El asunto del tono de piel de Rachel Zegler? Con una actuación más convincente nos hubiera hecho olvidar del tema. Y visualmente, la película carece del esplendor artesanal de la versión de 1937. La cinematografía digital aquí es funcional, pero no evocadora. Los paisajes parecen más producto de la IA que de un artista con visión; la paleta de colores es insulsa, la textura artificial. 

Y así podría seguir. Pero preferible, a estas alturas, es comerme la manzana. 


CALIFICACIÓN: 1.5/5

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