Relatto | El cuento de la realidad
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El médico levanta la radiografía, la ubica a contraluz. Observa mi columna y los anillos de las vértebras, analiza los pulmones, detecta las cicatrices de distintas cirugías. A mí no me gusta mirar lo que duele, todavía giro la cabeza hacia la pared cuando me están por pinchar para sacar sangre. Sin embargo, la claridad que ilumina la placa me cautiva, y a pesar del miedo, no le puedo sacar los ojos de encima. Me concentro en leer mi nombre impreso en esa diapositiva gigante, en su textura que cruje con el movimiento, en aquel gris que es como el azul de la distancia. 

Pienso en la maravilla de los rayos x que me atravesaron y dejaron esa estampa de huesos, órganos y tejidos sobre una lámina de plástico. Imagino que Hans Castorp —el protagonista de La montaña mágica, esa novela alucinante de Thomas Mann— está a mi lado. Recuerdo la escena donde Hans contemplaba su primera radiografía y “vio lo que ya debía de haber esperado, pero que en suma no está hecho para ser visto por el hombre, y que nunca hubiera creído que pudiera ver: miró dentro de su propia tumba. Vio el futuro trabajo de la descomposición, lo vio prefigurado por la fuerza de la luz, vio la carne, en la que él vivía, descompuesta, aniquilada, disuelta en una niebla inexistente…”.

Pienso en la maravilla de los rayos x que me atravesaron y dejaron esa estampa de huesos, órganos y tejidos sobre una lámina de plástico.

Trato de sostenerme, igual que la placa que observa el especialista, suspendida en el aire. No respiro. Eso dice el técnico cuando está a punto de tomarte la imagen: “Ahora no respire”. Una milésima después: “Ahora respire con normalidad”. He pasado muchas veces por esta situación. Debido a una enfermedad que tuve hace algunos años, mi cuerpo es controlado periódicamente. Convivo con la idea de que todo puede derrumbarse en cualquier instante. Sé de centellogramas, endoscopías, tomografías, ecografías, radiografías. Conozco las estructuras de esos aparatos que me envuelven, los sonidos que producen. Debería naturalizarlo, pero Castorp tiene razón: una se acostumbra a no acostumbrarse.

Thomas Mann empezó a escribir La montaña mágica en 1912, después de visitar a su esposa Katia en un sanatorio antituberculoso ubicado en Davos, en lo alto de una montaña. ¿Qué habrá pasado con ella?, me pregunto de pronto, escandalizada. ¿Habrá muerto en el transcurso de los once años que le llevó al escritor terminar su obra maestra? 

Sé de centellogramas, endoscopías, tomografías, ecografías, radiografías. Conozco las estructuras de esos aparatos que me envuelven, los sonidos que producen. Debería naturalizarlo, pero Castorp tiene razón: una se acostumbra a no acostumbrarse.

Mi abismo se hace más profundo cuando escucho que el médico dice: “imagen noduliforme, densa”. Indica otro estudio de alta complejidad. 

Al llegar a casa sólo puedo hacer una cosa: buscar en internet qué fue de Katia Pringsheim. Leo que conoció a Thomas en 1904 y se casaron al año siguiente, en Munich. Pronto quedó embarazada, su primera hija se llamó Erika. Luego nacieron Klaus, Golo y Mónika. Al poco tiempo, Katia enfermó. Sospecharon que era tuberculosis, pero en aquel sanatorio, los exámenes de rayos x desmintieron el diagnóstico y se atribuyó el malestar a una enfermedad psicosomática. 

Katia no sólo bajó de la montaña, no sólo tuvo dos hijos más, no sólo estaba al lado de Thomas Mann el día de su muerte: Katia vivió noventa y siete años. Noventa y siete, repito en voz alta. La esperanza también es un rayo que me atraviesa. 

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