Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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El domingo de agosto cuando Juan Gabriel murió, en 2016, a Luis Manuel Solís le dolió el corazón. No solo por la repentina partida de su ídolo —que sí, como a todo México—, también literalmente. Le faltaba el aire, se sentía decaído, estaba mareado. “Juan Gabriel, ¡no me lleves!”, pensó, medio en broma, pero sí un poquito preocupado. Fue a uno de esos consultorios de farmacia, donde le dijeron que no tenía nada grave, que era un asunto muscular; le inyectaron un relajante, nalgadita y adiós. Ah, qué alivio, se confió, y hasta se fumó dos cigarritos antes de regresar a la chamba. Todavía con el duelo musical en el aire, mientras estaba completamente solo en su minisúper de la colonia Roma Sur, en la Ciudad de México, sintió un trancazo en el pecho, como si uno de los mamados (musculosos) que entrena barras en la placita de enfrente lo golpeara de lleno en el torso, ¡pum! Pero el impacto venía de dentro. Fue tan, pero tan fuerte, que perdió el equilibrio y cayó sobre sus rodillas. Se empezó a desvanecer. Ay, Juanga, no seas así, no era en serio, ¡el barrio necesita a este hombre! 

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Algunos clientes creen que Luis Manuel tiene superpoderes. No se explican cómo ya les está dando el cambio exacto antes de que le entreguen el billete, que termine de teclear el número telefónico para la recarga cuando todavía no se lo dictan completo, que le tenga listas sus dos botellas de vino tinto al poeta apenas se aparece con carita de que le falta inspiración. 

Todavía con el duelo musical en el aire, mientras estaba completamente solo en su minisúper de la colonia Roma Sur, en la Ciudad de México, sintió un trancazo en el pecho, como si uno de los mamados (musculosos) que entrena barras en la placita de enfrente lo golpeara de lleno en el torso, ¡pum!

Si se quedan boquiabiertos o de plano le cuestionan si es mago o adivino, él nomás sonríe y les dice: “¡Y eso que vengo cansado!”. 

Cobra, vigila que nadie se robe unas papitas, le acepta un atole de cortesía a la señora que trabaja en el restaurante de enfrente, le adivina el pensamiento al oficinista angustiado que ya vino por su café y sus donas para el alma, ve de reojo que el vecino ya se volvió a pelear con su esposa, saluda a los de la fondita de junto y le avisa que hay un chavo sospechoso junta a la jacaranda, nota que ya se están acabando los polvorones sabor naranja, recibe a los del camión de refrescos, procesa una recarga, le indica para dónde queda la estación de metro a un turista güero medio norteado. Todo en menos de un minuto, todo casi al mismo tiempo. 

Y así, hora tras hora, hasta con el último cliente, que puede ser el número 400 o 500 del día. 

Algunos clientes creen que Luis Manuel tiene superpoderes. No se explican cómo ya les está dando el cambio exacto antes de que le entreguen el billete.

Le pregunto que, ya en serio, cómo le hace. Sonríe y levanta sus hombros huesudos. “Me encanta mi trabajo”, dice. 

Me doy cuenta de que llevamos años de vernos diario y es la primera vez que platicamos en serio. Él sabe que me gusta la Coca-Cola con café y la carne seca; que mi novio no come barritas de fresa, solo de piña, y que siempre le paga el recibo de cablevisión a su mamá un día antes de que venza, de panzazo. Pero aparte de sus gustos musicales —que incluyen salsa, cumbia, merengue y, por supuesto, rolas de Juanga— y que le va al Morelia —porque a veces trae su playera del equipo—, yo no sabía nada de él. Ahora ya. 

Tiene 56 años y creció en el mero centro de la Ciudad de México, antes de la gentrificación y las mezcalerías hipster. En las calles aprendió los códigos del barrio y a ubicar los mejores puestos de comida. Desde niño le gustó el dinero y se las arregló para traer unas monedas en el bolsillo. Sus primeras comisiones se las dieron los vigilantes de un banco, que para matar el tiempo se ponían a jugar baraja. Luis aprendió la estrategia, se hizo buenazo y asesoraba con su talento a los polis, que le pasaban un porcentaje de lo que ganaban en las apuestas. Tendría apenas ocho o nueve años. Más adelante lavó coches, hizo mandados y fue mensajero. 

A los 16 entró a trabajar a un banco, donde descubrió que lo suyo, lo suyo era el trato con la gente, aparte de las matemáticas y del multitasking. De ahí se siguió con restaurantes y bares, manejando un taxi, contestando llamadas en un call center. Incluso tuvo un paso por el ambulantaje, donde se imaginó gritando a todo pulmón “¡Pásale, pásele!” y conviviendo con un montón de marchantes, pero resultó ser horriblemente aburrido estar ahí sin hacer nada, vegetando. Total que, hace 11 años, y después de haber dejado la chofereada porque lo asaltaban mucho, aprovechó su crédito Infonavit para poner un Oxxo, aplicar la experiencia de sus otras chambas y, al mismo tiempo, seguir aprendiendo. 

Él sabe que me gusta la Coca-Cola con café y la carne seca; que mi novio no come barritas de fresa, solo de piña, y que siempre le paga el recibo de cablevisión a su mamá un día antes de que venza, de panzazo.

Algo que le entusiasma de este trabajo es la plataforma para ayudar a otras personas. Por ejemplo, les da empleo a adultos mayores o personas con discapacidad que son discriminadas en otros lugares. También le gusta formar a jóvenes entusiastas, ¡aunque luego les gane la fiesta! Pero les comparte su conocimiento y los valores que para él son importantes: honestidad, honradez, responsabilidad y empatía. Una de sus “alumnas” predilectas es su nieta, Leilani, una pequeña fuerza de la naturaleza que a veces viene a ayudar y a aprender todo sobre negocios y administración. A sus 11 años ya sabe más de economía que muchas personas de mi generación... empezando por mí. 

El Oxxo de Luis está ubicado en la colonia Roma Sur de la Ciudad de México.

Luis me cuenta otra historia que lo conmueve. Había un chico que venía todas las madrugadas a recoger el plástico de desecho para venderlo en centros de reciclaje y sacar un dinerito. Se llevaba las montañas de material en un carrito que jalaba con su bici. Luego le perdió la pista. Pero un par de años después se lo encontró de casualidad, irreconocible, ahora todo catrín millennial, con su moto flamante, su chamarra de piel y su casco. El muchacho abrazó a Luis y le dijo que, gracias a su apoyo, había logrado terminar su carrera. Casi se le sale una lagrimita. 

En los horarios más tranquilos, algunos clientes y vecinos se acercan a Luis para platicarle sus problemas y pedirle consejo. Dice que hace poco le dio mucho gusto ver al chico de los tacos de carnitas rejuvenecido y radiante, porque ya había dejado la copita después de que lo terapeara detrás del mostrador. Otros chavos hasta le lloran mientras le cuentan sus penas de amor. Y a veces, aunque no necesariamente haya una charla de por medio, lo llena de satisfacción sacarle una sonrisa a una persona que viene apachurrada o de malas. Le digo que ya debería poner una ventanilla extra de servicio psicológico. El Dr. Corazón de la colonia Roma Sur. 

El muchacho abrazó a Luis y le dijo que, gracias a su apoyo, había logrado terminar su carrera. Casi se le sale una lagrimita. 

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La noche en que le dio la pálida, Luis sintió un poderoso impulso de tirarse en el piso, pero el instinto de supervivencia pudo más. No se lo permitió, no ahora, no con tantas responsabilidades, no con este trabajo que le gusta tanto, no con su nieta adorada. Agarró una botella de vodka y se empezó a frotar el líquido en el pecho. Se puso a mover los brazos hacia arriba y hacia abajo. Hizo ejercicios de respiración. Poco a poco empezó a recobrar el aliento. 

Días después, varios médicos se lo confirmaron: se había infartado. También le dijeron que esos primeros auxilios improvisados le habían salvado la vida. Pero que no estaba bien de salud, que tenía que mejorar su alimentación, ejercitarse y, más adelante, someterse a una operación para destaparle tres arterias. Esa cirugía la ha ido preparando y aplazando todo este tiempo. No es fácil para un workaholic como él ausentarse de la chamba varios días. 

Al mismo tiempo, sabe que tiene que operarse porque no solo su familia lo necesita: su barrio también. Los godínez, los pachecos, los publicistas que hacen home office, las personas en situación de calle, las chavas de la estética, la señora de las flores, el influencer, las k-popers que ensayan sus coreografías acá enfrente, los mamados, los niños hartos de tomar clases por Zoom, los policías, los escuadrones de limpieza.

Al mismo tiempo, sabe que tiene que operarse porque no solo su familia lo necesita: su barrio también.

Él es uno de los nodos de esta comunidad hiperdigitalizada que sale de su burbuja para encontrarse frente a un refri, en el pasillo de las galletas o en la fila de los pagos. Y así como él nos apoya a nosotros parejo, más allá de la relación tendero-cliente, ahí vamos a estar con él para seguir cantando las de Juan Gabriel. 

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