Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Esta eres tú: “He conocido un chico y me gusta. Me gusta un montón”. 

Esta es tu amiga: “¿Es guapo? Enséñame una foto”. 

Inspecciona la imagen y se hace un silencio incómodo que corta cristales y transita caminitos escabrosos. 

“Es simpático y me trata bien”, respondes tú tratando de justificar esa preferencia por lo abstracto, incompatible con los cánones unificadores de la cultura mainstream

En un paralelismo frívolo y ciertamente forzado, Vientiane o Vientián (irá variando a conveniencia) es ese hombre poco agraciado que te encanta, amable y sugestivo, pero sin el envoltorio de los adonis de antes. No es ningún Paul Newman o Cary Grant. La capital de Laos es una ciudad simpática, con suficientes detallitos y santuarios solemnes para encandilar al visitante, pero no es la más agraciada y vibrante de cuantas se hayan edificado. Pero a mí me atrae sobremanera y disfruto de su compañía. Ya de primeras, hay un factor diferencial capaz de eclipsar al resto de urbes eclécticas de la región: Vientiane no es caótica ni ruidosa. Alentador es que nadie se mantenga pegado a un claxon mientras conduce, quien conduce respeta las señales de tráfico y quien camina puede hacerlo sin el sobresalto de un posible atropello. La afluencia desatada de personas es también un mal recuerdo de otras ciudades ya rebasadas hace varias vidas atrás. La explicación sencilla es que supera por poco el medio millón de habitantes y no son muchas las guías que la incluyen entre sus páginas como destino imprescindible. Me crucé con más bien pocos de mis homólogos occidentales durante mi estancia ahí. 

Ya de primeras, hay un factor diferencial capaz de eclipsar al resto de urbes eclécticas de la región: Vientiane no es caótica ni ruidosa.

Vientián con tilde es otro producto del ingenio a la francesa, erigida en una llanura por donde el Mekong transcurre vencido durante la estación seca, el río apenas puede respirar. Abandonada a su suerte durante decenios antes de la llegada de los colonizadores, estos restauraron la ciudad y la agraciaron con el estatus de capital de Laos durante el protectorado, entre 1893 y hasta 1945, aunque Francia mantuvo su poder ‘de facto’ hasta el 54. De esa época conserva la arquitectura parisina de muchas de sus fachadas, la organización urbanística, aceras embellecidas con árboles que luchan por no encogerse ante la temperatura abrasadora, plazas ajardinadas, parques para guarecerse del sol y más cafeterías que setos por kilómetro cuadrado donde no faltan los croissants ni el resto de artillería pesada de la panadería gala. Los laosianos han desarrollado tal síndrome de Estocolmo respecto a los extintos colonos que uno de sus emblemas, la puerta conmemorativa Patuxai, construida en honor a los caídos en la Guerra de la Independencia, es el primogénito entre palmeras del Arco del Triunfo de París, de proporciones igual de mastodónticas. Eso o son unos genios del sarcasmo más hiriente: un puñetazo en la cara de los imperialistas ahí donde más les duele, en los símbolos de la patria. 

El arco del triunfo Patuxai fue construido entre 1962 y 1968 en homenaje a los caídos durante la guerra de independencia de Laos respecto a Francia. 

Los templos y pagodas exuberantes salpican la ciudad y ninguna prescinde de su cuota homenaje a Buda, con su correspondiente amontonamiento de esculturas. Las hay gigantescas como tótems, de dimensiones más terrenales y otras casi imperceptibles y gastadas. Están las de corpulencia demacrada, las de aspecto desnutrido y otras barrigonas como un marido venido a menos. En poses horizontales, tumbados y perezosos, erguidos con la prepotencia de los dictadores o sentados en pose de flor de loto. Nunca he entendido como alguien distingue en esa postura una flor de loto. Algunas de estas figuras portan esvásticas coloridas apuntaladas a la altura del pecho o sobre sus cabezones, emblema ancestral de ‘bienestar’ para el budismo, hinduismo y otros ismos, ahora símbolo maldito desde que el dictador del bigotito ridículo se lo apropió para perpetrar sus atrocidades. Entre tanta estatua y figurita ecléctica, no faltan las urnas acristaladas de fabricación humana lo suficientemente grandes y estratégicamente situadas para no pasar desapercibidas, donde los fieles depositan su devoción en forma de billetes y monedas multicolor. Con el atardecer, cuando el sol da algo de tregua, los centros de culto son un hervidero de gentes inabarcables en edad, dedicadas a ofrendar al iluminado y hacerle las solicitudes y reclamos pertinentes. 

La esvástica es un símbolo de paz y prosperidad en la religión budista. Desde mediados del siglo XX, las hélices del emblema suelen girar a la izquierda, con el objetivo de diferenciarla de la que usaron los nazis. 

Llega la noche y la ciudad anestesiada resucita en un alentador despertar. El paseo construido junto al Mekong se colma de familias, grupos de amigos, corredores y caminantes solitarios. Aquí y allá, donde antes solo había asfalto, florecen ahora puestos de comida, de artilugios electrónicos, de ropa y cacharros varios. En las zonas aledañas a la vía peatonal, se concentran grupos de mujeres entradas en años y vestidas con ropa deportiva. Forman un bloque unitario e indivisible, si no fuera por los movimientos disléxicos y torpes de alguna de las integrantes. No faltan las cintas de pelo ochenteras adheridas al cráneo para mantener el sudor y las melenas rebeldes a raya. Una joven experimentada en contorsiones aeróbicas encabeza la agrupación de jubiladas y las alienta a imitar sus pasos mientras el altavoz ruge una música tipo zumba y tecno demoniaco. Si solo entendiera algo de laosiano, seguro que les está diciendo algo parecido a esto: 

- Vamos, señoras: uno, dos, uno, dos. Con más brío. Estiren esas piernas. Muevan esas caderas. ¡Que las calorías no se queman solas! Uno, dos, uno, dos. María: levanta esos brazos, endurece el abdomen, mujer. Mónica, la mirada al frente. Ustedes son diosas, no lo olviden, un, dos, un dos.

A lo largo del paseo peatonal junto al río Mekong y parques aledaños, aparecen grupos de mujeres que hacen ejercicios al son de la música siguiendo las indicaciones de un instructor. 

Sigo paseando por la abarrotada rambla y me percato de la presencia de otra concentración de cuerpos, ésta dispuesta en torno a un blanquito de unos veintipocos o muchos, da igual, arrodillado sobre un trozo de cartón con letras y un cuenco repleto de billetes. El tarjetón dice así: “Estoy viajando alrededor del mundo y me he quedado sin dinero. Por favor, apóyame para poder continuar mi viaje” (en inglés y laosiano). Es algo más tarde de las 10 de la noche y a un par de metros del personaje hay una anciana encorvada, indefensa y ojerosa, con su palangana de propinas vacía, a excepción de unas cuantas moneditas de cobre y níquel. Me planto a la luz de una farola y observo el espectáculo desde la distancia. Veo bien y no oigo nada y no tengo ninguna intención de aproximarme a escuchar de primera mano lo que ahí acontece porque me siento ofendida. Lo que escribo a continuación es producto de mi interpretación sesgada y las referencias personales a las que aludo no tienen base periodística alguna porque me negué a contrastarlas. Hoy no soy ni lo más parecido a una periodista meticulosa, solo un saco de apreciaciones a partir de aquello que observo:

Abandonada a su suerte durante decenios antes de la llegada de los colonizadores, estos restauraron la ciudad y la agraciaron con el estatus de capital de Laos durante el protectorado, entre 1893 y hasta 1945, aunque Francia mantuvo su poder ‘de facto’ hasta el 54.

Marc —así llamaremos al personaje—, es un mochilero, quizá australiano, quizá europeo, quizá estadounidense o canadiense, de pelo rubiasco y barba con parches, esbelto y guapo de cara. Lleva cuatro o cinco meses viajando por placer por el Sudeste Asiático, quizá menos. Me podría caer bien si su podredumbre moral no le hubiera animado a emprender un viaje por la región a sabiendas de que en algún punto indeterminado del camino no podría sufragarlo. Ahora pide limosna postrado en las calles de Vientiane para continuar con su periplo ocioso mientras apela a la compasión de los laosianos. Su posible desconocimiento de la situación política, social y económica de Laos no le absuelve, le hace más culpable y le convierte en un ignorante del más alto rango. Marc proviene de un país solvente con embajada en Vientián que, en el peor de los casos, pone a disposición de sus ciudadanos la ‘emergencia consular’. También es más que probable que en su país de origen se beneficie de ayuda al desempleo, sanidad gratuita, educación pública subvencionada y una lista interminable de derechos y libertades civiles inimaginables en el deprimido Laos, un país donde todavía el 80 por ciento de su población subsiste de trabajar la tierra, mayoritariamente de cultivar arroz, y uno de cada cuatro ciudadanos vive bajo el umbral de pobreza. 

Su posible desconocimiento de la situación política, social y económica de Laos no le absuelve, le hace más culpable y le convierte en un ignorante del más alto rango.

Marc es un ‘begpacker’, anglicismo formado por el verbo ‘beg’, ‘mendigar’, y la palabra ‘packer’, ‘mochilero’. Es uno de esos australianos o europeos o estadounidenses o canadienses, blanquitos de clase media, a los que las autoridades de inmigración jamás les deberían haber permitido la entrada al país, aunque solo sea por decencia. “Demos gracias al cielo de que valemos infinitamente más que nuestros antepasados”, dijo alguna vez Homero. La selección natural de Darwin se tomó el descanso dominical el día que engendraron a los Marcs del mundo. Son basura occidental y se reproducen como una plaga de mosquitos chupasangre, como si la inmoralidad colonial que ejercieron nuestros ancestros fuera parte de su esencia primaria. La moda de los ‘begpackers’ está tan extendida que varios países de la región, entre ellos Tailandia, han impulsado leyes para desalentar su práctica. Decir que yo estaba furiosa no empieza ni a describir el demonio que se adueñó de mí. Me marché antes de perder los estribos y empezar a putear a ese mamarracho. 

Es uno de esos australianos o europeos o estadounidenses o canadienses, blanquitos de clase media, a los que las autoridades de inmigración jamás les deberían haber permitido la entrada al país, aunque solo sea por decencia.

Les comparto algo: viajen, mucho o poco, pero si viajan, hágannos a todos un favor y no se conviertan nunca en un Marc del mundo.

Vientián regala uno de los mejores atardeceres sobre el río Mekong, que atraviesa la ciudad a medio gas durante la época seca. 


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