Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Ahora

—Acabo de llegar a casa — me avisa Cristian Suriano, Suri, mi amigo cuidador enfermero hermano: todo eso junto—. ¿Vos cómo estás? ¿Te dejé bien? Qué alegría, amiguito. Si mañana necesitás que llegue más temprano avisáme. Todavía me acuerdo de lo que nos pasó hoy a la tarde: en la calle unos niños te estaban mirando reamables, la madre salió hacia la vereda, los sacó de tu vista y yo le grité muy fuerte: "¡Ortodoxa!".

Suri ya aprendió a vestirme: es un capo total. Entonces brillo para el pelo teñido de colores, camiseta dry fit de México, zapatillas negras con dorado, reloj plateado. También me saca la botellita cuando hago pis. Me sube el pantalón deportivo, me arranca una venda y mira: "Fua, amigo, ¡tenés la rodilla redeforme!". Nunca me deja solo, dice hoy, por si de sorpresa me agarra una hemorragia interna en los nódulos. 

En la plaza un pibe flaquito pasea con la bici, casi se choca contra un árbol porque no para de mirarme —tengo muchas ganas de provocar un accidente automovilístico— y mi amigo le advierte: "Mirá que si lo seguís mirando te va a pasar, eh, tené cuidado, vas a terminar como él". Yo me río, debajo del barbijo (tapabocas). Para los niños que me cruzo no soy Chucky por la estatura ni Jason por la máscara ni el hombre de la bolsa por el bolso en el que llevo el celular; soy "el extraño deforme de la plaza". Si me ven demasiado, se van a convertir en nenitos defos. En la canchita de fútbol todos son flacos, juegan sin barbijo y se matan a patadas. El único gordito termina llorando. Unos borrachos comparten Fanta del pico. Uno de rastas está en cuero y le tose al cielo. Lo miro mal. Quiero subir a la calesita y ver si me gano la sortija. Hay una hamaca nueva adaptada para discapacitados, pero debe estar reviruseada. Me encantaría probarla.

Todavía me acuerdo de lo que nos pasó hoy a la tarde: en la calle unos niños te estaban mirando reamables, la madre salió hacia la vereda, los sacó de tu vista y yo le grité muy fuerte: "¡Ortodoxa!"..

***

Federico Luis Tachella (director de cine, nos contactamos por Instagram tras ver un videoclip mío y una peli suya; ganó un primer premio en BAFICI y tuvo una buena aceptación en Cannes, el festival de cine más importante del mundo; no lo conozco en persona) y yo

Mati luce su pelo teñido de colores. 

Antes

No puede ser lo que veo.

No.

Acostado en la cama, tapado con dos sábanas, lloro para adentro y guardo las palmas de otros en mis ojos para más tarde. Una araña trepa hacia el techo y vibra con las imágenes, al lado mío.

¿Será ella?

—Hola, hola, hola —suelta una chica en un video random que me aparece en YouTube, dentro de las sugerencias por músicos que me gustan. Caí acá y no hay salida.

Probándose ropa, le hace fuck you al espejo y le baila burlándose. 

—Hola —se pone otra prenda.

De fondo una biblioteca y ella quita un libro, en este momento leído desde el reposo de la cama.

La protagonista de la historia —Suavemente entusiasmada: una peli corta y musical que aborda el deseo desde la diversidad funcional y las formas del cuerpo, inspirada en The Elephant Man, de David Lynch— tiene, parece, la misma enfermedad que yo: nódulos en la cabeza, un ojo casi tapado, el rostro en aprietos, las orejas distorsionadas, la expresión fogosa.

—Hola —es mi respuesta hacia ella y a la compu, y mi mensaje no va a ninguna parte: queda en el aire. Me quiero meter y darle un abrazo.

Decirle —aunque lo sabe— que es muy mona: es bellísima.

Así, con la cara un poco escondida.

Parece un autorretrato. El reflejo de su sonrisa me pone alerta y no logro dejar de observarla.

Digamos: en belleza me pasa el trapo (me desplaza).

La película avanza: la lleva a un baile entre amigos y amigas que la ven con indiferencia, sin desprecio ni asco, y luego se acercan —lento, con cuidado— para besarla y darse cariño en un enredo de todos por igual. Deseo estar ahí.

Mucho.

—Hola —es mi respuesta hacia ella y a la compu, y mi mensaje no va a ninguna parte: queda en el aire. Me quiero meter y darle un abrazo.

Pero yo retrocedo con el mouse. Intento prestarle atención cuando está sola porque lo curioso son los bultos: le atacaron la parte superior de su cuerpo, pero no el resto. Brazos, piernas y pies intactos.

Le falta una pera, pienso.

Y en cierto punto, qué sé yo, me excita. Quiero coger muy fuerte con ella. Se me para el pito y se escapa del calzón.

Me destapo. Solo puedo besar la lámina de la computadora que nos separa. Me estiro, lo hago.

Pongo pausa. Trato de quitar el morbo de mi mente y su ruido.

¿Será ella? ¿Será el tercer caso de FHJ —fibromatosis hialina juvenil— en el país.

Retrato de Mati.

Agito la rodilla, se me marcan las venas de la frente. Le escribo al director del corto, que se llama Fede Tachella, Francella o Telechea, no sé bien.

Fede me contesta en menos de tres minutos por Instagram y me envía su teléfono. Lo agendo a mis contactos prioritarios y le hablo.

—Hola, acá Mati —y lo acompaño con un emoji de un corazón en descontrol.

—Mati, iba a escribirte, pero no me animé. Toqué las teclas del táctil como seis veces pero las borré y no toqué enviar. Vi que compartiste nuestro corto. Gracias, de corazón. ¿Lo viste? ¿Entero? ¿Qué te pareció? Sufro un vértigo muy alto: solo necesito saber, si te dan ganas de contarme, qué te pasó a vos mientras lo mirabas.

—Lloré mucho con tu corto. Me encontrás suavemente entusiasmado con la preciosura de cada toma, me sentí identificado con cada secuencia.

—Capaz, si te conocía de antes, podrías haber actuado vos.

—Pero ya estuvo ella. Y espectacular.

—Sí.

—¿Quién es?

—Una actriz particular, muy sensible y buena.

 —Uh. ¿Pero cómo?

—¿Qué?

—¿Es así o de mentirita?

—¿Qué cosa?

Espero.

—La cabeza distinta que luce.

—La maquillamos.

Me desinflo.

—Ah. Porque quisiera conocerla.

—Y encima es Rita, mi novia.

Todo arruinado.

Pasan diez minutos.

El director Federico Luis Tachella en el set de grabación.

El hombre elefante es mi película favorita de todos los tiempos —cuenta Fede en un audio de WhatsApp—, y creo que vos sos un poco elefante hombre, con trompa incluida. Me emociona tu batalla, por eso cuando vi lo que vos hiciste (un videoclip en el que ponés tu cara cruda y mostrás, por ejemplo, tu pija pixelada) lo primero que me apareció fue una imagen: vos, como si fueses la vanguardia de una revolución. Dentro de los cánones de belleza o de lo que estaría bien para el mundo del entretenimiento, vos estás todo mal: te sacás uno en todo. No medís dos metros, no sos esbelto, ni rubio, ni blanco blanquito, ni estás para los fashion films. Y eso me parece maravilloso. Robert Bresson, un director muy fino y viejísimo que me enloquece, trabaja con actores no profesionales: agarra un guachín de la calle y lo pone a actuar. 

—Qué capo.

—Así que, por favor: hagamos tremendo bardo (lío). Ya te fiché y sos un terrible nazi. Yo hago videoclips cuando me recontra mil cebo, si no descarto propuestas. Vamos a hacer un material cero Hollywood y bastante turbio en despliegue. Punk y anti trap. A mí me vibra mucho filmar el deseo de personas que no estamos acostumbrados a ver. Odio los cuerpos de las historias románticas, odio la cultura normativa y horrenda que dice cómo tenemos que ser. Ya el mundo se volvió muy pornográfico. Yo no te imagino en situaciones de ternura sino de guerra. Me encanta escucharte hablar, sos un tremendo poeta. Siento que entiendo muy bien lo que decís, la precisión con la que lo explicás. Espero un futuro juntos.

—La vamos a repudrir, papá —respondo.

—Yo te imagino como el líder de una rebelión que mata enfermeros despiertos que te persiguen con obsesión. Lo interesante es que (en una peli, en un corto o en un videoclip: lo que hagamos) convivan el amor, la ternura, lo muerto, algo lindo, algo asqueroso, algo que golpee y algo poco importante: ese rejunte. Destrozar los cuerpos hegemónicos y los cuerpos que «están bien» para ser un trapero o un actor. Siento que mi camino como director de cine es parecido al tuyo. Te veo en una típica película de escape de la cárcel: un mundo medio imaginario o un hospital repleto de personas con cuerpos muy diversos y muy disidentes, atrapados, confinados, y vos el paladín de esa rebelión; se escapan todos, con vos a la cabeza. Haría un casting con personas raras, bien raras, bien todo mal. 

—Bien todo mal. Me representa esa frase.

—Me parece muy fuerte ver a estos personajes escapando de un lugar. De un frigorífico, ponele. Te imagino como el Profesor X: sentado desde su silla, hace volar en pedazos a policías disfrazados de enfermeros. Que ellos salgan volando con turbinas y se estampen contra la pared.

—Terrible —digo y sonrío: me laten las patas.

—Armémoslo. Me parece mucho más lindo si nos juntamos en tu patiecito y nos miramos las caras.

Me emociona tu batalla, por eso cuando vi lo que vos hiciste (un videoclip en el que ponés tu cara cruda y mostrás, por ejemplo, tu pija pixelada) lo primero que me apareció fue una imagen: vos, como si fueses la vanguardia de una revolución.

Una semana después

Mati junto a Lobito, su perro.

Fede ingresa despacio, como si pidiera permiso. Deja su bici y se saca el casco rosa. Lo miro, me mira. Usa un pañuelo de piquetero como barbijo. Es lindo, alto, usa anteojitos, bigote, remeras floreadas de esas que sueño con robar de un local muy caro. Abre mucho los ojos al ver mi casa, que —piropo o insulto— es una selva: plantas, pájaros que saludan, una sala de danza, piano de fondo como orquesta de horas y un perro sentado.

—Él es Lobito —se lo presento.

—Tu perro.

Lobito escucha mi voz, huye para la terraza.

—Creo que ya no me quiere más.

—¿Por? Tiene los ojos resaltones, pensé que te recuidaba.

—En este texto te voy a contar todo lo que pasó.

 Odio los cuerpos de las historias románticas, odio la cultura normativa y horrenda que dice cómo tenemos que ser. Ya el mundo se volvió muy pornográfico. Yo no te imagino en situaciones de ternura sino de guerra.

El primer beso

Mamá apaga el respirador con el dedo. Entonces abro los ojos. Los sábados no vienen a cargar el oxígeno ni a controlar el equipo con el que duermo. 

—Te tengo que cambiar las gasas, Mati —dice mamá cuando me saca la máscara y vuelvo a respirar. 

Lo primero que hago es pedirle el celular. Puedo operarlo con un mínimo movimiento de mi mano y a través de un mouse bluetooth. El resto de mi cuerpo apenas se mueve. Mucho las piernas, poco los brazos. Mientras miro mensajes, mi hermano se prepara para ir a trabajar al negocio de papá, que lo está por pasar a buscar. Antes de irse, papá entra a casa y me da un beso en la frente. Él no vive con nosotros. Después se van los dos y yo me quedo solo con mamá. Ella me sienta en la silla de ruedas y le pido que me sirva un vaso de coca con hielo porque estoy transpirando. Tendría que escribir, pero me pongo a jugar a la Play. Agarro el joystick. Quiero poder controlar algo.

Mamá aprovecha y se va a regar las plantas a la terraza. A mí me duele la cadera. Es culpa de mi espalda jorobada. Me quedo quieto en la silla para no caerme y grito varias veces que necesito ayuda. Pero ella no contesta. Siempre tuve miedo a quedarme solo. Una noche llamé a mamá a los gritos durante dos horas para que me acomodara el cuerpo. Me había dejado tapado y casi boca abajo. No me escuchó. Dormía profundamente al lado de mi cama. Cuando al fin se despertó, lloré hasta el mediodía. 

Ahora mamá baja, me ve inclinado y me pregunta qué pasó que estoy así. Tiene las manos llenas de tierra.

—Basta Mati, el día está hermoso —dice mientras me saca el control—. Salí a ver el sol. No podés quedarte encerrado.

Me lleva al patio. Ahí está Lobito, el perro mezcla ovejero de calle que me cuida. 

Cuando lo trajeron yo tenía catorce años. Pensé que al fin llegaba una mascota capaz de darme la patita y saludarme como nadie se anima; capaz de dormir en la misma almohada que yo, sintiendo el aire del respirador en verano. Con el tiempo, Lobito se acostumbró a chuparme la cara, a morderme procurando que no duela y a acompañarme cuando intuye que estoy mal. Si grito, Lobito viene corriendo y se acuesta a mis pies. Si tengo fiebre, se acomoda en el sillón del cuarto, el que usa la enfermera que me asiste en las noches. Y si paso días sin salir de la cama, Lobito sube y entonces siento su cola alegre golpear contra mi cintura. 

Una noche llamé a mamá a los gritos durante dos horas para que me acomodara el cuerpo. Me había dejado tapado y casi boca abajo. No me escuchó. Dormía profundamente al lado de mi cama. Cuando al fin se despertó, lloré hasta el mediodía. 

Ahora Lobito se relame en el patio. La luz me llega y mamá sube de nuevo para hacer jardinería. Hace un mes cumplí diecisiete años. No me gusta estar solo. Nunca estoy solo.

Anoche Lobito durmió en mi pieza y se tiró pedos que olí hasta con la máscara puesta: me fumigó. Esta mañana se tira otro mientras yo miro las plantas. Grito para que mamá baje y me tape la nariz de agujeros chiquitos con la remera.

—¡Ma!

Silencio.

Pero Lobito sí me escucha.

Me está mirando.

Temo que haya llegado el momento: que se dé cuenta de lo que soy y me coma. Me clava los ojos. Quizás me arranque la pera y se la lleve para siempre. Quizás me saque la cabeza y se la muestre a mamá como si fuera un gato muerto. No suelta la vista. Se me acerca de a poco.

—Vení, Lobito, hermoso, dame un beso —le digo.

Él fija su tierna mirada en mi cachete, corre, apoya las patas en los pedales de la silla y me atropella en un intento de abrazo. Los pedales se van para abajo y se levantan las ruedas traseras. Me estoy cayendo de cara al suelo. No puedo protegerme con las manos, están encogidas. Me doy la cara contra el piso. Hay sangre. Un charquito se expande por el patio. Lobito la chupa. Después llora. 

Mamá escucha el golpe y baja en segundos. 

—Ay, Mati, por Dios, ¿qué pasó? No me puedo ir ni un segundo —me dice mientras me levanta del suelo. Después mira a Lobito—. ¡Vos, Lobito, andáte! ¿Qué carajo te pasa? No podés saltarle así a Mati. Te voy a encerrar.

Mamá me sienta sobre sus piernas. Me pone un hielo debajo del labio y otro en el ojo derecho. Yo lloro sin ruido. Lobito también. 

Todo es distinto desde entonces. Pasaron ya tres años. Me recuperé del golpe, pero Lobito no. Se porta conmigo como si fuese culpable. Cuando estoy cerca, camina como un perro mojado. No me mira a los ojos. Si le hablo, finge no escucharme. Si hago un caminito de comida balanceada, cuando le toca comer la última, que está en mi mano, se echa a un costado. Si alguno de mis amigos —Tomi, Suri o Ivo— lo agarra del hocico y lo apunta en mi dirección, Lobito mira la pared. No sé si siente miedo o rabia. No sé qué nos pasó. Solo sé que a la noche, cuando cree que duermo, se acerca a la silla de ruedas y, largamente, la huele.

La escena de Lobito, Mati y su madre recreada en video para el cortometraje. 

Al día siguiente

—Ayer me fui con el pecho bombeando y dándome cuenta que tu poesía se siente desde abajo de las baldosas —escribe Fede, son las dos de la mañana—. Ahora estoy medio dormido y no sé por qué me desperté. Algo me hizo señal entre sueños. Ya que te conocí, tomó mucha presencia lo que nos une. Y así es como suceden los terremotos.

Graba un audio. De fondo se escucha un perro que le chupetea toda la cara.

—De pronto sos mi persona favorita —dice.

—Vos también ya sos mi persona favorita y no sé por qué —digo yo, desde mi habitación, solo.

—Acabo de leer el texto de Lobito. Me ponés la piel de gallina. Me hizo mierda. Él es muy precioso y te tiró jugando, qué situación casi feliz triste.

—Once años debe tener, ya es tarde para reponer la relación. Es muy senil y el asunto dejó de ser personal: a esta altura no le da pelota a nadie. Y sí, me tiró jugando, en un intento de beso abrazo chape (beso de lengua). Yo justo estaba en una silla de ruedas re endeble. Caí de jeta al piso y hubo chocolate. Desde ese momento, hace como que no existo. No me registra: no me mira, no me da besos ni se me acerca. Tiene miedo, no sé...

Hay un silencio de tres minutos en el chat.

Matías junto a su libro, Formas propias. Diario de un cuerpo en guerra, TusQuets.

—Te propongo que hagamos un corto (un cortometraje de quince, veinte minutos) sobre tu texto y la relación con Lobito. ¿Qué pensás? ¿Cómo lo sentís? Tengo un amigo entrenador de animales que maneja unos perros actores muy geniales. Podrían hacer todo lo que el personaje de «Lobito» quiera. Ojalá Lobito se pueda acercar de alguna manera. Esteban, el entrenador, te ayudaría. Gran persona.

—Sí a todo. Hagámoslo y ojalá lo logremos. Lo filmaría de noche sí o sí para cambiar el escenario. Y bajo la lluvia.

—Para mí la historia sucede a las dos de la mañana. Me mandaste el capítulo del libro y es como si ya hubieses escrito el guion del corto, ja. Solo nos queda ahondar en las escenas y entender cuál es la mejor forma de contarlo cinematográficamente. Agregar data inventada, surrealista o no.

—Lo dirigís vos —le aclaro—. Pero estoy como compañero de escritura.

—Puede ser así: una noche tu mamá hace una fiesta de cumpleaños en la casa y está lleno de escabios abandonados. Vos, atontado de tanto descontrol, te vas a tu cuarto a jugar amistosos de fútbol retro en la Play 2. Cuando termina la joda, tu mamá (puede ser una actriz) gasta su última gota de energía en bailarte y saludarte y se va a dormir medio en pedo. Vos te das cuenta, le hacés preguntas suaves para que se duerma profundo y te escapás con el perro en un tour por la casa. Los tres personajes se permiten transgredir. Y cuando empieza la segunda escena llegás a la cocina, te robás unos tragos y ya estás borrachín, hay globos, el perro ya abrió la heladera y es tipo un festival clandestino de ustedes dos. Vos tan chiquito muerto de risa y él gigantesco subido a la mesa comiéndose las sobras y un pedazo de torta con carne. 

—Lo podemos filmar en enero —pienso.

—Esteban puede conseguir un perro que sea cariñoso, pero que visualmente genere mucho miedo. Y la bestia va a ser igual de protagonista que vos. Mi amigo entrenador de animales para cine la tiene reclara. Podría actuar un gran danés, uno que cause asombro y pánico. Un perro caballo. Conocemos a uno que se llama Argos.

—¿Y... nos vamos a dar un beso? ¿Voy a chapar?

—Va a ser como tu segundo o tercer beso, y como si fuera el más especial: el de un viaje de egresados de séptimo grado y apretujados contra la pared. Un cruce de lenguas entre un hombre que no es hombre con un perro que no es perro.

Tres días después del último encuentro

—O sea que no voy a actuar. Digamos: estaré en el papel de mí mismo —le digo a Fede, estamos en medias y tirados sin barbijo en mi cama.

—Sí vas a actuar, re. Te va a salir muy natural, como cuando rapeás.

—Ja.

—Por el momento necesito que la productora apruebe el guion y financie nuestro proyecto. Los actores los conseguimos fácil. La locación, por supuesto, es tu casa. Desde afuera se nota que es medio centro cultural. Pero creo que vamos a terminar filmando a finales de enero o en febrero o en marzo.

—Falta —decimos al mismo tiempo.

Me acaricia la frente —ya sabe que en cualquier momento puedo levantar fiebre— y me da un abrazo.

Va a ser como tu segundo o tercer beso, y como si fuera el más especial: el de un viaje de egresados de séptimo grado y apretujados contra la pared. Un cruce de lenguas entre un hombre que no es hombre con un perro que no es perro.

—Leí tu texto del paseo con Suri y escuché tu canción (hasta ahora mi favorita) llamada Los nenes me odian: es especialmente profunda y sensible. Y el nombre no da más de clickbaitero, de ciberanzuelo para que todos entren a ver por qué carajo el material merece ese nombre. Ya entendí que los nenes no te odian ni te quieren, sino que esos son pensamientos desgarradores que te flotan cuando entrás a la plaza. Ahora llegan Tave y Marcos Hastrup, son grandes amigos del cine. Marcos dirige la fotografía de casi todos mis cortos y utiliza las cámaras. Tave es Nico Tavella, director de arte, mi best friend y tenemos apellidos parecidos, ja; en el BAFICI fue a recibir el premio (la alfombra roja, mis padres encastrados en butacas del cine Gaumont, la espera de un discurso emotivo), se hizo pasar por mí y se lo dedicó a mi novia Rita. Bueno, Marcos nos presta su GoPro 4K para capturar lo que me contaste y también me revienta el alma: la mirada de los niños asustados de la plaza cuando vos pasás. Te la vamos a abrochar en la panza porque sentimos que la única manera justificada de hacerlo es a cámara oculta y desde tu impunidad narrativa, así que preparáte que en un ratito vamos a la plaza. Y nos metemos a la sala de juegos.

Cartel de la canción Los nenes me odian.

—Al tercer reich —bromeo yo.

Agustín, mi hermano rubio, se suma a la salida. Suri también. Hacemos una parada técnica para fumar una tuca (colilla de un porro) justo en una vereda reservada para la silla de ruedas y después seguimos. Hace treinta grados. Fede está disfrazado de pollo y ocupa el rol de «acompañante terapéutico»; es decir: es como si hubiera firmado un contrato en el que le pagan por ser un maestro jardinero, sacarme a pasear, disfrazarse de gallo y así divertirme un rato en el parque. Vamos todos en pandilla por Páez —Flores— como equipo de trabajo hasta La plaza de los periodistas. Me lleva Fede y subimos una rampa pintada con vírgenes. En el centro de la plaza hay una fuente que grita alaridos: son estatuas de angelitos blancos, pero grafiteados con los ojos negros. ¿Quién habrá sido? ¿Fueron ellos mismos? Lloran oscuridad. En un momento giramos y nos damos cuenta de que cinco nenas fieles a su fe —con vestidos de casamiento, camisolas blancas de tres botones, botitas de pocos meses, medias largas en verano; no importa de qué religión— me miran y posan en fila como si fueran las Power Ranger. Ni las mejores actrices hacen esta performance: me miran cerca, con barbijos, agarradas de la mano durante cuarenta segundos. La más chiquita, que tendrá tres años, retrocede unos metros y se resbala con el borde de la fuente. Vuelve.

—Hola —saludo.

La cámara ojo de pez toma todo. Damos cuatro vueltas —inclusive caminata por el sube y baja, las calesitas, los juegos sucios— y obtenemos más escenas de cine europeo hasta que se hunde el sol. Nenas que se acercan a saludar, nenes que se asustan. Padres con miedo que nos ven como una amenaza.

Y nadie se dio cuenta de la cámara escondida en mi cintura.

Lo logramos.

En el centro de la plaza hay una fuente que grita alaridos: son estatuas de angelitos blancos, pero grafiteados con los ojos negros. ¿Quién habrá sido? ¿Fueron ellos mismos? Lloran oscuridad.

Volvemos a casa. Tave y Marcos captaron otras tomas desde atrás de los arbustos con una cámara de mano. Fede come una empanada de verdura como merienda —es vegetariano— y abre la Mac. Me da un pedacito con la mano.

Vemos las imágenes. Terroríficos gestos de los padres: quitan a sus hijos de mí hasta dándoles golpes. Una madre le maneja el cochecito eléctrico a la nena alejándola de nosotros. Un padre dice: "Calláte, pendejo, no hagás ese tipo de discriminación" cuando yo paso. Tres viejos me siguen la vista durante media cuadra. Un chiquito de cuatro años me señala y él papá lo empuja como diciendo "rajá".

Nos damos cuenta de que el verdadero significado del video es mostrar la mirada reprimida de los adultos a través de los niños. Es polémico, y entonces lo polémico nos encanta.

Un chico de doce años con camiseta de River me encaró, hablamos de rap y se puso a llorar —lo entiendo, es un niño, pero Dios mío: así está la industria musical— por no conocer en persona a Trueno, el rapero más famoso de la actualidad. Dijo que a su mamá le roban mucho y que por eso no pudo ir a La Boca a verlo. Que sueña con grabar canciones con él y romperla juntos.

—Que te mejores —se despidió entre lágrimas y salió disparado recargado de energías a rapearle a los árboles y a las personas apoyadas sobre mantas en el pasto.

Marcos fue el autor de la obra maestra: el niño quebrándose en primer plano. 

Casi que nos hace llorar: es como si llorara por él, por mí, por la situación, por los nenes que me odian o me quieren.

Tave se pide un auto, Marcos se apura para llegar a una cita.

Rajan (se van).

Lobito se tira en su cucha, un almohadón grisáceo ubicado en un cuartito aislado y dentro de la casa.

—¿Ahora ves que no me quiere?

Con Fede nos quedamos solos, como al mediodía, cuando surgió la aventura. Encargamos hamburguesas —yo una doble con cheddar, panceta, cebolla crispy; él una veggie con tomates secos y provoleta— y nos internamos en mi cuarto, en mi cine de sesenta pulgadas a editar con el Premiere.

Backstage del rodaje en casa de Matías.

Le hago escuchar de nuevo la canción Los nenes me odian. Esta es la letra:

los nenes me odian

o capaz que me quieren

será por la fobia

que los nazis sugieren

y mi ser que no quiere decir que eso le agobia

los que están a mi altura se acercan

nunca tuve novia

y todos se ríen en horda

ya superamos la onda

la calesita que se marea 

y queda sorda

tu hijo me dijo angelito, 

de esos que no sobran

en un cuerpo de nene

los nenes me odian

¿o capaz que me quieren?

—Es el reggaetón más triste del mundo —dice Fede—. Encaja perfecto. Sos una máquina destructiva.

Manos al teclado: juntamos las mejores tomas —son muchísimas miradas, difícil elegir—, le ponemos una tipografía como dibujada a mano por un nene y, recién cuando son las cuatro de la mañana, hacemos un export de la primera versión. Dura tres minutos y seis segundos, lo mismo que el tema.

La canción, a la brevedad, se nos pega. Nuestros sistemas conectivos tararean:

los nenes me oooodian

o los nenes me quieeeeren

Es raro.

Respiramos. Respiramos de nuevo. Prendemos el ventilador. 

Reflexionamos sobre la letra y el documental que ahora —así es la magia de lo espontáneo, del trabajo de campo— se transformó en videoclip.

—Necesito protegerte.

Fede me toca la frente y me da un beso muy fuerte entre los rulos.

—¿Por qué?

—Son niños —contesta—. Y no se pueden mostrar sus caras, mucho menos difundidas por YouTube y las redes sociales con tu alta cantidad de seguidores.

—Algo vamos a tener que hacer —intento razonar—. Yo tengo miedo de soltar esto y que me cancelen en veinte minutos: que malinterpreten que yo soy un resentido, que filmarlos es la venganza final. Lo que podríamos hacer es transformarles los ojos, exagerarlos, ampliarlos, para que pierdan la identidad, pero no la expresión.

—A ver —se acomoda Fede—. Tenemos un documental/videoclip sobre un tema tuyo que se llama, con todo el orgullo, Los nenes me odian, y creo que en este planeta solo está justificado si solo vos lo cantás y lo filmás a escondidas. Entendí tu impunidad, que no es una inimputabilidad barata: hay una trastienda narrativa que la sostiene con fuerza. Para mí, aunque te rebardeen por ser así de nazi punk, aunque te posiciones como un nene más, sos un diamante y una gema que no hay que censurar (mucho menos bajo críticas moralistas) sino proteger y acompañar para que suelte toda su luz. No hablo de tu cuerpo, que es maravilloso: es tu cerebro y tu sensibilidad, que me destruyen. Necesito estar al lado tuyo y darle vida visual a lo que escribís, a lo que rapeás con esa bocota muy abierta de gorda. Encima no parás, sos dinamita. Y desde que te conocí en el patio y después en la terraza y habían cañoncitos de dulce de leche y nosotros manchados entre las plantas, sos mi persona favorita. Perdón por decírtelo de nuevo. Che: ¡lo que toca tu hermano! Es el piano de su voz. Toca a esta hora, es igual de hijo de yuta que vos.

—Sí —desbordo de alegría.

Yo tengo miedo de soltar esto y que me cancelen en veinte minutos: que malinterpreten que yo soy un resentido, que filmarlos es la venganza final. Lo que podríamos hacer es transformarles los ojos, exagerarlos, ampliarlos, para que pierdan la identidad, pero no la expresión.

—Al principio cuando supe de tu existencia quise conocer a Tomi, tu mejor amigo que se tatuó para vos. ¿Por qué no vino más? Los que más estaban en tu casa (en Páez, adentro, porque son los que más se cuidan con el virus) eran Suri y el Ivo: Iván, a primera impresión, te aseguro que es muchísimo peor en persona. 

—Como vos.

—Como vos.

Un mes después - filmación del corto EL BESO (serán dos días de rodaje)

Cartel de El Beso, el premiado cortometraje de Federico Luis Tachella.

—Tenemos la mejor cámara del mundo —me dice Marcos: ojos celestes, remera lisa, paz de contento, otra vez director de fotografía.

Fede me había adelantado que era el más talentoso del grupo. A mitad de mes viaja a Dubai para filmar en las alturas. Hay que mirarlo y aprovecharlo: es un tipo que se maneja con el trabajo y los silencios; jamás haría comentarios de este tipo.

Pero luchó con los productores y la consiguió.

Afuera un camión estaciona en la puerta y varios hombres bajan la cámara —intuyo que pesadísima—, los lentes traídos desde Europa, las luces de interiores y exteriores. De no creer: Argos —el gran danés que en la historia se llamará Fósforo— descansa en una casa rodante con un camarín de lujo, con aire acondicionado, agua y comida de la marca más cara. 

La productora aceptó la propuesta de Fede. Pagó 47 mil pesos para una batería nueva y arregló —después de tantos años de verla como una planta— mi silla motorizada. Ahora estoy arriba de ella avanzando a toda velocidad y apuro a la gente: "Eh, gil, dame todo o te piso"" Me falta una faca (cuchillo corvo) para salir a afanar (robar). Tave colocó una rampa para que me mueva sin trabas. Me pintó la pared de mi cuarto de rosa pastel y está en pleno tuneo de la silla: muchos brillos y stickers de frutas y mariposas. Me pone —y me regala— unas luces led para mi habitación. Elijo el color violeta.

Llega Moe, una nena de once años que va a actuar de bailarina y de la persona que, de algún modo, intentará conseguir una reconciliación del perro conmigo después de la caída (Fósforo me abrazará como en la crónica y me tirará al suelo).

Fede me dijo que íbamos a ser diez personas, pero en la casa hay veintitrés. Mi hermano Agustín lo quiere colgar de uno de los tubos de luz que ahora colocan en el patio. Eso sí, todos los que ingresaron dieron negativo en el test covid que hizo una chica en la puerta. En la cocina hay un catering monumental. Una mujer colorada —de ella solo puedo decir la palabra amor— me maquilla y me pone extensiones de pelo fucsia sobre el mío, que ya es celeste. 

Al final —qué noticia maravillosa— la actriz que hace de madre es mi mamá real. No puedo más de la emoción y de los nervios.

Fede no solo dirige con el corazón: me alza en sus brazos, me acuesta, me da de comer empanadas y coca de tomar, le pone ocho hielos, me viste, me levanta si me duele la herida de la cola, espera; está muy despierto.

—Éramos tan pobres —se ríe Suri, que vino de asistente personal.

Matías en escena.

***

En medio del rodaje del corto, la nena acaricia a Fósforo y me mira. El director de la película —Fede— me sugiere, mientras ella lo escucha:

—Hablále con tono de galán, de seducción.

No entiendo nada.

No entiendo nada.

Pero lo hago igual. Todo lo que esté fuera de lugar me atrapa con locura.

Entendí tu impunidad, que no es una inimputabilidad barata: hay una trastienda narrativa que la sostiene con fuerza. Para mí, aunque te rebardeen por ser así de nazi punk, aunque te posiciones como un nene más, sos un diamante y una gema que no hay que censurar (mucho menos bajo críticas moralistas) sino proteger y acompañar para que suelte toda su luz.

Mañana - segundo día de rodaje

Acabamos de terminar. El reloj dorado que uso por facha y que no sirve y que ni puedo llegar a mirar y que se rompió por tercera vez con la tormenta de recién tendría que descifrar: las seis de la mañana, yo empapado —remera relámpago, pantalón corto, cachetes con barro— después del beso bajo la lluvia y desmayado de placer. 

—Al final fuiste el más despierto de todos —dicen varios.

Fede me sienta en la reposera de mi cuarto. Se saca las medias azules con dibujos de sandías, su fruta preferida. En patas sentado en el piso, me mira y mueve las piernitas. No sé qué decirle. Mi enfermera trae un pollo crocante que había cocinado Suri horas antes; no comí en todo el día por filmar. Le pido que me emboque un bocado y que me levante. Me molesta apenas la cola y me mantiene en el aire.

—Permiso —Fede se saca el barbijo.

El planeta se pone en pausa. Me abraza en el viento —esa energía arrolladora de alegría y calma que aparece cuando se logra un proyecto— y me da un beso en la boca.

Un beso con lengua.

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