—¿Caminamos? — preguntó.
Se escuchó nada más que el viento, alzó su cuerpo desde la arena y se fue sin decir palabra.
La playa tenía ese color anaranjado. Ese tono ámbar capaz de desatar las ganas de correr o de coger o de ser joven para siempre o de no ver su espalda, así: alejándose y deseándola tan poco.
Quién de los dos había sido el primero en descubrir que ese ánimo estancado no era la calma. Quién de los dos empezó a aburrirse primero.
Regresó una hora después.
Como si hubiese existido un acuerdo previo ninguno disimuló ese sentimiento pesado que se movía como la marea; una fuerza invisible empujaba y lo hacía crecer. Desatado. Sin que ninguno se decidiese a cargar con la tarea de domarlo.
Parecía tan cansado. No era enojo, ni ira. Solo que ya no había la voluntad que se necesitaba. Cómo plagiar una escena de otro enero.
Se sentó en la reposera que estaba libre.
—Comamos unos camarones con salsa roja.
Pero él no quería tener que pelarlos con las manos y que el olor a pescado le quedara impregnado en la piel.
El mozo del parador sirvió media porción en una bandeja de juncos que acercó hasta el borde del agua, donde estaban las reposeras rozando la arena mojada.
Quién de los dos había sido el primero en descubrir que ese ánimo estancado no era la calma. Quién de los dos empezó a aburrirse primero.
Él no dijo nada. Leía con fruición alejado de la tierra.
Las cáscaras atrajeron a unas gaviotas.
Ojalá él hubiese querido mirarlas, ojalá hubiese querido enchastrarse los dedos con salsa roja, ojalá me hubiese incitado con un gesto viejo y conocido a que lo sacara a bailar a esa hora en la que playa se vuelve anaranjada.
Éramos dos amantes pálidos, aburridos uno del otro. Ni engaño ni desamor. Dos, sin tragedia y sin comedia.
Una gaviota se separó de las otras. Se acercaba cada vez más.
—No va a comer de tu mano —dijo él como si aterrizara de pronto con el don de adivinar el futuro.
La gaviota, en cambio, parecía prestarse al juego. Decidida y alerta se aproximaba poco a poco recogiendo con su pico cada una de las cáscaras rosadas. Cómo envejecerían las gaviotas. ¿Se resecaría ese pico regio que parecía untado en aceites? Se acercó un paso tras otro hasta arrancar suavemente el manjar de mi mano, un camarón entero con toda su carne.
Fue un instante extraño, un escape del sopor, una alarma, una emoción restauradora, la señal de que nadie puede adivinar el futuro.
Después volvió a ser la tarde anaranjada y los dos sin verla. Llevando la carga del aburrimiento ajeno, la responsabilidad de creerse la causa.
Me miró con cierta pena, alzó su cuerpo desde la arena y se fue hacia la posada dejando el dibujo difuso de su espalda contra el contorno del sol que se hundía en el agua, brutalmente hermoso e inalcanzable.